Es eso que se ha dado en llamar un talento emigrado. Jonay Hernández Sánchez (Puerto de la Cruz, 5 de septiembre de 1980) puede considerarse un cocinero entre dos islas, la de Tenerife, que lo vio nacer y lo amamantó, y Mallorca, donde encontró el amor, en la que regenta dos restaurantes y donde ha fijado su residencia. Pero lejos de olvidar, por aquello de la lejanía, este joven mantiene vivo en tierras mediterráneas el amor por la esencia de la cocina canaria, de ahí que siga embelesado por el gofio, los tollos, los quesos con un buen vino, las incomparables papas y los mojos, sin dejar de lado la ropa vieja, el rancho, el potaje de berros...

¿Qué recuerdos le traen las olas rompiendo en Martiánez?

Recuerdos imborrables de mi infancia y también de la figura de mi madre, trabajadora en el Lago.

¿Lo de ser ranillero tiene significado y alma o se trata tan solo de una pose?

¡Qué va! Es un sentimiento muy arraigado entre los portuenses y que además se lleva con mucho orgullo. Yo suelo identificarlo con la libertad, que para mí representa esa imagen de ir en cholas y bermudas.

¿Cuánto daría por un bocadillo de caballa?

¡Ufff! Aquí, en Mallorca, la verdad es que no se consigue buena caballa. Pero lo que sí echo bastante de menos de Canarias son esas paraditas junto al mar junto a los buenos amigos, acompañados de unas cervezas y unas sardinitas frescas. ¡Wooooh! (Interjección que denota entusiasmo).

¿Cuándo y por qué decidió que había llegado el momento de salir de Tenerife?

La verdad es que soy una persona bastante desinquieta. En Tenerife trabajaba para la cadena de hoteles Meliá y fueron ellos los que me ofrecieron la oportunidad se salir de la Isla con la idea de seguir creciendo profesionalmente. No me lo pensé dos veces. También aproveché para cursar estudios en el Basque Culinary Center y formarme en diferentes técnicas. Era como un torbellino, de aquí para allá, aprendiéndolo todo, casi sin respirar... Y la verdad es que con veinte añitos no resultaba nada fácil decir adiós a tu casa y a tu gente, lo que ahora llaman zona de confort, y embarcarte en una aventura así. Pero no me quejo.

Y en Mallorca saboreó el amor...

Aquí tengo mi vida, el lugar en el que resido y donde conocí a la que hoy es mi mujer, una persona estupenda, y también la tierra en la que he sido padre.

¿Hay que estar algo pirado para dedicarse a esto de la gastronomía?

Más que hablar de pirado utilizaría la palabra pasión. Si te paras a pensar, hay gente que se queja constantemente de su trabajo, mientras que yo soy de los que considero que mi oficio es una forma de vida. Cuando estoy libre me falta tiempo para coger un avión, por ejemplo rumbo a Barcelona, buscando locales donde probar nuevos platos. Y puedo asegurar que disfruto como un enano.

¿No cree que de un tiempo a esta parte se está deformando la esencia del oficio?

Soy un tipo muy claro y considero que tanto programa de televisión sólo conduce al engaño. La cocina es cocina siempre, ya sea una langosta o una ostra, un puchero y hasta un simple sandwich.

¿Por qué es diferente la cocina de un hotel?

En un hotel, el trato con el cliente es más frío...

¿Y los guiris son iguales en todas partes?

Creo que sí, aunque se pueden establecer ciertas diferencias. En el caso de una isla como Tenerife sabemos que no es igual el turista que elige el Puerto de la Cruz frente al que prefiere el Sur. En el caso de Mallorca, el de la capital siempre busca algo más que el sol y playa, y generalmente suelen ser escandinavos.

Acaba de celebrarse el décimo aniversario del restaurante Flor de Sal, del que las buenas lenguas dicen que es un pedazo de gastronomía canaria en Mallorca.

Este es un negocio regentado por la familia de mi mujer y que está ubicado en un lugar increíble, en una cala apartada. Desde el primer momento me dieron toda la libertad del mundo para crear en la cocina y así lo he venido haciendo a lo largo de estos diez años.

Eso se paladea con tan sólo echar un vistazo a la carta: taco de carne de cabra mallorquina con almogrote y cebolla marinada, Canelón de ropa vieja canaria con jugo de cabra, croquetas de escaldón de bacalao, pepito de matalahúva con carne fiesta, la papa de mi abuela...

Bueno, es lo que soy. Nuestro propósito es estar presentes en el mapa gastronómico y además hacerlo con sabores canarios. Por esa razón, siempre le damos una vuelta a las cartas y de ahí que aparezcan estos platos que no dejan de ser guiños a la cocina de mi tierra.

¿Tiene problemas para proveerse de producto canario?

Sí, es complicadísimo traerlos hasta aquí.

Y hace un año abrió La Vieja. ¿Un homenaje al popular pescado?

Bueno, jugamos un poco; la verdad es que el nombre está elegido adrede. No queríamos que el cliente lo tuviera todo masticado, pero además del pescado, que es el sello del restaurante, también tiene que ver con el apelativo cariñoso con el que los canarios nos dirigimos a nuestras madres. ¡Si me oye la vieja, me mata! (Ríe).

¿Por qué plato daría lo que fuera?

Por los tollos que me hacía mi abuela, acompañados con unas papitas... (Se escucha salivar).