Aunque de momento no se barrunta su distribución inmediata en nuestro país tras una paupérrima edición en DVD distribuida por Manga Films hace más de veinte años, Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972), de Werner Herzog (Munich, 1942), una de las cien mejores películas de todos los tiempos según una famosa lista elaborada por la revista Time, ya tiene su réplica en alta definición gracias al sello inglés Shout Factory, cuya restauración nos permite degustar este suculento bocado cinematográfico como muchos espectadores no lo han experimentado nunca, es decir, con todo su esplendor visual y, sobre todo, sin los cortes que le practicó la censura franquista en su tardío estreno español en 1975.

Lujosa edición de una obra seminal del cine contemporáneo sobre la que recayó una de las más ruidosas polémicas intelectuales de los años setenta, pues, como toda obra empeñada en establecer distancias con los paradigmas del cine tradicional, suscitó no pocas controversias entre la crítica internacional, especialmente entre defensores y detractores de las nuevas corrientes estéticas impulsadas por el Nuevo Cine Alemán, movimiento en el que la obra de Herzog ejerció un protagonismo decisivo.

A pesar de su resistencia a cualquier tipo de definición cerrada, el arte cinematográfico, y el director alemán constituye sin duda una de sus figuras más icónicas, podría dividirse, en aras de la claridad, en dos grandes bloques: el cine que actúa desde fuera, desde su propio mecanismo exterior utilizando para ello todos sus medios de expresión ?montaje, iluminación, ritmo, planificación, contrapuntos musicales...? dentro de cuyo apartado cabría prácticamente todo el denominado cine de prosa, y el que pretende interiorizar en cada uno de ellos actuando también, pero esta vez desde dentro, es decir, ahondando en las infinitas posibilidades expresivas de cada uno de los elementos que integran la imagen en movimiento, sin dogmatismos ni esquemas preestablecidos.

A este último apartado, probablemente el más interesante y complejo, y al que pertenecen muchas de las más sugestivas propuestas de la historia del cine, han quedado adscritas, entre otras, Aguirre, la cólera de Dios, primera de las películas del legendario cineasta germano estrenada en España y, probablemente, una de las obras más complejas e innovadoras del extraordinario cine europeo y norteamericano que generó la década de los setenta.

Herzog, cuyos tres primeros filmes ya mostraban un apasionado interés por el empleo de su propia poética en contraposición al apergaminado clasicismo por el que discurría el cine alemán de aquella década, se decantó en Aguirre por un discurso histórico situado en las antípodas de la crónica convencional que se limita simplemente a criticar o exaltar unos hechos pasados. Un discurso que va mucho más allá del suceso en sí mismo y de sus orígenes, incidiendo de forma proverbial en la estructura típica de la tragedia shakesperiana, de cuya mecánica se vale para arquetipar unos personajes y unas situaciones en virtud de una mayor universalización de los mismos, y de una ejemplarización al margen de límites temporales y geográficos. De tal modo que el personaje encarnado en Lope de Aguirre ?interpretado por un Klaus Kinski en perfecto estado de gracia? se nos revela como un símbolo de la pasión por el poder, el hombre que aspira a ostentar el poder absoluto sin el menor escrúpulo y utilizando idénticos procedimientos para conservarlo.

Hay también, como en muchas de las obras de Shakespeare, un personaje que existe más por su presencia amenazadora y como elemento de contrapunto que por su perfil psicológico: Pedro de Ursúa, personificado por el cineasta brasileño Ruy Guerra, comandante de la expedición que marcha sobre el Amazonas, asesinado por don Lope en uno de sus arrebatos de demencia megalómana y que viene especificado no por su comportamiento ni por su importancia dramática en la historia, sino por la inquietud que destila su aparente pasividad ante los sucesos que se desarrollan a su alrededor.

El resto de los personajes, pese a su carencia de individualidad, definen los contornos de la incertidumbre ante un destino que está a caballo entre ese El Dorado que con tanto anhelo persiguen y la remisión a un ignoto paraíso de miseria y destrucción, de paz y tragedia que siempre conlleva un mundo por conocer. De ahí que todos ellos no actúen en el sentido literal del término; de ahí que el hambre, la desnudez, el desvalimiento y la indigencia les dejen virtualmente incólumes ante el incierto destino que les aguarda.

Las alucinaciones son confundidas con la realidad ?un barco irreal colgado sobre un enorme árbol tiene para ellos la misma significación que una auténtica flecha clavada en sus cuerpos?, el delirio de poder con la omnipotencia ?me casaré con mi hija, dice Aguirre en la última secuencia del filme, y crearé la más pura dinastía que jamás haya existido sobre la Tierra?, y de ahí ese expresivo y solemne silencio que acompaña toda la película, silencio que solo se rompe esporádicamente por el vagido de la corriente del río o por los arrebatos wagnerianos de don Lope de Aguirre, al compás de la inquietante banda sonora del grupo musical alemán Popol Vuh. Por ello pienso que esta vieja e inimitable obra maestra constituye, por sus orquestados elementos y por su magnitud y vastedad espiritual un perfecto marco operístico en toda su grandeza y en toda su perfecta unidad rítmica.

Aguirre, la cólera de Dios pertenece a ese tipo de cine que penetra bajo su cáscara y descubre posibilidades expresivas dentro de una historia que, en este caso, y no creo que haya quien lo ponga en duda, se prestaba al tratamiento épico tradicional de heroicos conquistadores y nativos salvajes, pero que Herzog consiguió despachar desde un principio consagrando todos sus esfuerzos al servicio de una profunda reflexión acerca del poder absolutista, sus previsibles consecuencias y sobre la miseria e infinitud del mismo, sobre el absurdo de ciertas empresas guerreras selladas por el auspicio divino y sobre la demencia de creerte portador de la mismísima ira divina.

En resumidas cuentas, el también autor de piezas fundamentales del cine como Fitzcarraldo (1982), El enigma de Kaspar Hauser (Kaspar Hauser. Jeder für sich und Gott gegen alle, 1974), Cobra verde (1988), Nosferatu, vampiro de la noche (Nosferatu: Phantom der Nacht, 1979), Grizzly Man (2005) o Mi enemigo íntimo (Mein liebster Feind, 1999) trazó con Aguirre una nueva senda estética por la que ya han transitado figuras de la proyección artística de, por ejemplo, Francis F. Coppola (Apocalipsis Now), Carlos Saura (El Dorado) o Terrence Mallick (El Nuevo Mundo). Tres lumbreras que, en su día, no tuvieron el menor remilgo en inspirarse abiertamente en los maravillosos hallazgos visuales que aderezan este magistral ejercicio de estilización visual que hoy revive, en formato digital, gracias a la plausible iniciativa de sus promotores.