Dos grandes amigos de entonces venían a despertarme por las mañana al Barrio Nuevo de La Laguna, donde yo vivía en una casa terrera. Venían a la hora de las antiguas lecheras, tocaban a la puerta con la confianza de encontrar adentro a alguien y cuando ya les abría lo que traían no era leche sino poesía.

Aquellos dos jóvenes heridos por la poesía y marcados por la alegría y la broma que anima a todos, a esas edades, a sentirnos inmortales, eran Andrés Doreste Zamora y José Carlos Cataño. Ellos consideraban que, porque yo trabajaba ya, estaban despertando de un sueño demasiado largo a un burgués perezoso. Yo les aguantaba de nueva gana esas bromas porque, a cambio, me regalaban imaginación y esa alegría de camaradas que entonces parecía gratis y eternamente duradera.

Ahora ha muerto, exactamente como del rayo, como aquel amigo de Miguel Hernández, el más joven de aquellos dos poetas de mis amaneceres. José Carlos Cataño, nacido en La Laguna en 1954, trasterrado, de buena gana, a Barcelona veintitrés años más tarde, murió en la madrugada de este viernes en su casa de allí. Primero parecía que estaba afectado por algo pasajero, y luego se le representó, como si matara su luz, el espectro voraz de un infarto. Deja a su mujer, Carmina, y a Vera, su hija, desconsoladas. Y deja en las estanterías muchos libros, el último de los cuales es una recopilación que Pre-Textos hizo de su poesía. En el telar cibernético, me dice su hija, había otros libros recién acabados. Era un escritor sin cesar, y era un poeta hasta cuando no escribía nada.

A aquella pareja Doreste-Cataño siguieron, para Cataño, otros dúos que estaban benéficamente heridos por la pasión poética. Con Carlos Eduardo Pinto escribió, con el seudónimo conjunto Pórfido Santos John, una novela que fue célebre y que quedó segunda en el mismo premio que entonces (1974) ganó Félix Francisco Casanova, un genio que desgraciadamente se fue de este mundo poco después de ese éxito, a los diecinueve años. Tanto la novela de Félix Francisco (El don de Vorace) como la de Pórfido Santos John fueron publicadas por el más benéfico de los editores (y poetas) canarios, Manuel Padorno, con su mujer, Josefina, en Taller de Ediciones JB.

Ese libro que escribieron Cataño y Pinto como pianistas bien conjuntados fue el inicio de la doble militancia de ambos en la narrativa y la poesía. Ya solo en la vida literaria, convertido en un escritor obsesivamente dedicado a defender con uñas y dientes la intimidad de la vida como la afirmación poética de la existencia, Cataño se hizo un diarista formidable, de carácter unamuniano, que escribía contra esto y aquello, con esperanza o sin ella, pero siempre con convencimiento. Esa autobiografía que constituyen sus diarios conocieron En los que cruzan el mar (Pre-textos 2004) un caleidoscopio de resplandores, de vivos y de oscuros resplandores, porque él fue un poeta, un narrador, un ciudadano disconforme que abordaba la vida como si ésta fuera un risco irremediablemente resbaladizo.

Ahí, en ese libro, en su poesía, sobre todo en su poesía, Cataño se mostró siempre de cuerpo entero, nunca delegó su personalidad para ponerla a resguardo de la intemperie. Conoció el dolor e incluso la proximidad terrible de la muerte (una vez, en Taganana, donde un accidente al borde del mar pudo haberlo dejado ya sin el resplandor que luego siguió siendo su vida), pero no perdió ni en esos momentos, ni en las de la franca alegría, la elegancia.

Esa elegancia recordaba la de los años de esplendor de Luis Feria, su bigote recortado, sus zapatos de antigua moda y de muy elegante rescate, sus chaquetas de estilo inglés, sus gafas como de ave proustiana echada a volar en La Laguna o en Las Canteras o en el Café Gijón de Madrid.

Su generación, a la que pertenezco aunque él, y otros citados aquí, son muchísimo más jóvenes, estuvo transida por la luz del surrealismo que atravesó de cabo a rabo la identidad de la literatura canaria de aquellos años en que Andrés y José Carlos me despertaban con versos y narraciones de Julio Cortázar o de Rimbaud.

Recibí temprano ayer, ante esta máquina de escribir, en un garaje del sur de Tenerife, la terrible noticia de su muerte. En un garaje así recibí en enero de 1976 la noticia de la muerte de Félix Francisco Casanova. El azar movió aquel tiempo, y aquel tiempo no se acaba aunque el destino se empeñe en exterminar su luz.