En 1979 la desaparecida editorial catalana Gustavo Gili, responsable de las ediciones en español de muchos de los textos más innovadores de la teoría fílmica y arquitectónica en la década de los años setenta y ochenta como El cine y la reivindicación marxista del Arte, de Umberto Barbaro; El Cine y la imaginación romántica, de Frank D. McConnell, Cine, fábrica y vanguardia, de Paolo Bertetto; El lenguaje clásico de la Arquitectura. De L. B. Alberti a Le Corbusier, de John Summerson, o Arte y comunicación, de René Verger, publica, siguiendo con su alabada línea editorial, Un espíritu libre no debe aprender como esclavo, una amplia y densa reflexión de Roberto Rossellini (Roma, 1906/ídem, 1977) ?edición a cargo de José Luis Guarner? sobre la situación del cine y de los mass media en el tejido intelectual e ideológico del momento con el que ilustraba su deseo, ya cristalizado a través de sus últimos trabajos para la pequeña pantalla, de abrir un nuevo espacio que le permitiría indagar en el juego dialéctico entre cine y educación en tiempos sembrados de ambigüedades, esquematismos y contradicciones.

Una razón más que poderosa para desempolvar el recuerdo de una de las grandes figuras canónicas de la historia del cine sobre cuyas espaldas ha caído, tristemente, la loza del olvido desde su fallecimiento hace más de cuatro lustros en su Roma natal y sin que algunos de sus más ambiciosos proyectos audiovisuales vieran nunca la luz. Su carrera, como su vida, se convirtió muy pronto en una continua lucha por alcanzar la necesaria independencia que le permitiera realizar libremente su calendario profesional, sin presiones políticas ni industriales, de ahí que dentro de su nutrida producción cinematográfica no se registren más de tres grandes éxitos taquilleros y que tales éxitos se le daban más a las estrellas que los protagonizaron que a su propia ejecutoria como creador. Por eso, el nombre de Roberto Rossellini ha quedado fijado en la memoria del cine como el de un autor de intachable coherencia personal e intelectual que siempre opuso su independencia como autor a las servidumbres del mercado. Todavía hay quienes no le perdonan que un día, movido por la pobre opinión que le merecía la producción mainstream, afirmara, con inusitada contundencia, que el cine, tal y como él lo entendía, es decir como una herramienta para profundizar en la condición humana, había muerto. "La crisis de hoy ?asegura en un capítulo del libro? no es únicamente crisis del cine, sino crisis de la cultura. El cine, medio de difusión por excelencia, ha tenido el mérito de hacer palpable esa crisis, ponerla en evidencia. Por tal motivo quiero retirarme de la profesión y pienso que lo que ahora procede es prepararse -con toda libertad- a replantear todo desde el principio, para reemprender el camino sobre bases completamente nuevas".

Sea como fuere, lo cierto es que muchas de sus reflexiones sobre el género humano, sobre el amor, la guerra, la cultura popular, la historia y el compromiso político, han servido de pauta para legiones de cineastas empeñados, como él, en hacer que la idea del hombre trascienda mucho más allá de lo que una elemental propuesta argumental pudiera sugerir. La suya era, pues, una visión fundamentalmente humanista del mundo, una visión que invitaba a explorar esos valores cada vez más ausentes de las pantallas que tienen como objeto principal restituir la dignidad humana y rescatar el verdadero papel histórico que le ha tocado representar al hombre en la consecución de su propio destino.

Nada hacía presagiar que, en 1945, el mismo hombre que se prestó a dirigir La nave blanca (La nave bianca, 1941), Un piloto regresa (Un pilota ritorna, 1942) y L'uomo dalla croce (1943), tres filmes de tintes propagandísticos en la Italia mussolliniana aupados y aplaudidos hasta el hartazgo por los intelectuales del nuevo régimen, iba a convertirse en el genio fundacional de la causa neorrealista. Ni los más optimistas se imaginaron nunca que se operara tan insospechada transformación ideológica en un cineasta sometido, a fin de cuentas, a la inapelable autoridad política de una dictadura empeñada, por encima de todo, en pasar a la historia como un modelo de intolerancia, represión y terror.

Pero así fue: semanas después de la liberación de Roma por las fuerzas aliadas, y con el sonido de los combates retumbando aún en el cerebro de todos los italianos, comenzaría el rodaje de Roma, ciudad abierta (Roma, cittá aperta, 1945), uno de los alegatos antifascistas más estremecedores de la historia y el verdadero point de depárt de un movimiento cinematográfico que cambiaría radicalmente la perspectiva moral y los planteamientos técnicos de centenares de cineastas de todo el mundo ante la contemplación de un continente virtualmente destrozado por cinco largo años de guerra.

Aquella admirable película, escrita por Federico Fellini, Sergio Amidei y el propio Rossellini a partir de un suceso real acaecido en Roma durante los últimos meses de la ocupación alemana, daría paso a Paisà. Camarada (Paisà, 1946), otro trágico testimonio sobre la ocupación en el que cada una de sus imágenes se convierte, por mor de la tragedia que denuncia, en un grito de desesperación por la libertad de un pueblo sojuzgado por un régimen tiránico, tantos años secuestrada bajo falsas promesas de prosperidad, orden y grandeza a través de cuyo desgarrado realismo se muestran los denodados esfuerzos de las fuerzas aliadas por sellar el final de una guerra, especialmente devastadora, que el Tercer Reich se esforzó hasta el último momento en impedir.

En Alemania año cero (Germania anno zero, 1948), con guion de Carlo Lizzani y Max Colpet, el pensamiento rosselliniano se vuelve aún más descarnado y pesimista al mostrarnos el drama de la guerra desde el prisma de las víctimas más desvalidas: los niños que deambulan por los escombros de una gran ciudad en busca de pan y cobijo, circunstancia que no impidió que se convirtiera muy pronto en uno de los filmes neorrealistas más alabados por la crítica internacional. Pero su mayor reconocimiento popular lo alcanzaría, paradójicamente, años después de haber abandonado parcialmente los postulados del neorrealismo, con El general de la Rovere (Il generale Della Rovere, 1959), un tímido retorno al movimiento que él mismo abanderó, en 1945, donde un Vittorio de Sica proverbial nos brinda una de sus más inspiradas composiciones junto a Hannes Messemer, Sandra Milo y Giovanna Ralli.

Tras el estreno de Vanina Vanini (1961), un fresco histórico sobre el que el propio Visconti siempre se deshizo en elogios, Rossellini se aparta de los platós de cine y comienza una larga y muy fructífera colaboración con la RAI en teleseries tan memorables como La prise de pouvoir par Louis XIV (1966), Sócrates (Socrate, 1970), L'eta dei Medici: Cosimo de Medicis e Leon Battista Alberti (1972), Atti degli apostoli (1969) o Il Messia (1975), todas impregnadas de una clara orientación cristiana, encontrando en el nuevo medio la serenidad y el desahogo necesarios para desarrollar sus sólidas convicciones acerca de la utilidad del lenguaje cinematográfico como instrumento para la expresión libre de las ideas. Su nuevo periodo en el medio televisivo quedó tristemente frustrado con su muerte prematura, a los 71 años, cuando aún le quedaban muchos proyectos que abordar.