Es la imagen simbólica de Woodstock: Jimi Hendrix, arreándole al himno de Estados Unidos un tratamiento de shock con su guitarra Fender Stratocaster, bañándolo en distorsiones, deformándolo con la palanca del vibrato y convirtiendo la épica patriótica en una borrosa e irreverente pesadilla. El guitarrista de Seattle jugaba así con las cosas sagradas en aquella escena que definió el fogonazo de arte y amorosa furia de una generación poco antes de que todo se desvaneciera. Cuatro meses después, otro macrofestival, el de Altamont, bañado en violencia, representaría el fin del sueño hippy, y al año siguiente, Hendrix marcharía al otro barrio tras una intoxicación de barbitúricos.

Su actuación fue la última de Woodstock, a una hora tan matadora como las nueve de la mañana de un lunes, el 18 de agosto de 1969, ante un público en somnolienta retirada (con todo, unas 200.000 personas, la mitad de la asistencia al festival) y tras aquel largo fin de semana en el que desfilaron 33 artistas representativos de una era. Alucinadas sesiones de folk y blues, rock'n'roll campestre y psicodelia, y hasta incursiones en la mística oriental con la figura del maestro del sitar Ravi Shankar, amigo de los Beatles. El eslogan: Tres días de paz y música.

Aunque Woodstock tiene un lugar en la historia como fenómeno social y en contexto contracultural y antiguerra de Vietnam, fue en primer término un tremendo escaparate de música que catapultó a voces semidesconocidas y tendió a fortalecer a las consagradas. Entre las primeras, Richie Havens, que abrió el desfile con canciones como Freedom, marcando el camino para futuros trovadores con alma negra como Ben Harper. En aquella jornada del viernes, el visionario Tim Hardin con su If I were a carpenter y el folk-rock comprometido de Arlo Guthrie, hijo del tótem Woody. El tratamiento de estrella fue para Joan Báez y su lirismo acústico reconfortante. Tras culminar con We shall overcome cayó una fuerte lluvia cual metáfora purificadora.

El sábado subió el voltaje: latinidad eléctrica con Santana y su Soul sacrifice, momento clave en la proyección del mexicano en Estados Unidos; el boogie rural de Canned Heat y el hard blues-rock de Mountain. Y los pesos pesados, con el rock ácido de The Grateful Dead, de oceánicas improvisaciones (solo cinco temas en hora y media), y en el polo opuesto, los campestres arañazos de Creedence Clearwater Revival.

Entrada la madrugada, momento pletórico de Janis Joplin con su estrenada Kozmic Blues Band, el funk psicodélico de Sly & The Family Stone y The Who, recorriendo su faraónico Tommy y quemando las naves con My generation. Pero nadie se iba a dormir en Woodstock: a las ocho de la mañana, Jefferson Airplane, con Grace Slick al frente, fantaseaba con Lewis Carroll en el viaje lisérgico de White rabbit.

Sí, la tierra prometida de los adoradores de mitos del rock. Joe Cocker, convirtiendo el sábado With a little help from my friends, de los Beatles, en una balada desgarrada, y Alvin Lee, luciendo digitación supersónica con Ten Years After en I'm goin' home. Crosby, Stills, Nash & Young, con su primer álbum a cuestas, entre el folk y el rock con sendos sets, acústico y eléctrico, y las resonancias bíblicas de The weight, de The Band. Mitología y trazos de algunas de las tendencias y referentes que condicionarían la evolución de la música popular en las siguientes décadas: el trovador con raíces, el rock-dinosaurio, el cruce de músicas blancas y negras.

Y el héroe de la guitarra, Jimi Hendrix, el showman que era a la vez fino compositor y explorador del estudio, como acababa de demostrar con el doble álbum Electric ladyland. De todos esos materiales se hizo la formidable cosecha de Woodstock, capturada (en parte) en un triple elepé y en la película dirigida por Michael Wadleigh con Martin Scorsese como asistente, testimonios de un asilvestrado fin de semana en los albores de lo que un día llamamos la era del rock.