Si la búsqueda de la literatura obedece a una vocación de infinito, un anhelo último de recrear un universo total que aloje todas las historias y que se mida con nuestra propia mortalidad, ningún autor cifró el caos del cosmos y conjuró el tiempo en una eternidad de posibles como Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899-Ginebra, 1986). Este año se cumple el 120º aniversario del nacimiento de uno de los escritores más fundamentales, eruditos, desafiantes e imprescindibles de la literatura universal del siglo XX, que abrió puertas, grietas y escisiones en el tiempo y cristalizó lo infinito en "el inefable centro de mi relato (...) donde empieza mi desesperación de escritor".

Los enigmas del tiempo y el infinito, dos tópicos borgeanos junto a nociones como el laberinto, el espejo, el espacio, el destino, el azar, la cábala, la biblioteca, el canon, los dioses, la vida, la muerte o lo imposible, articulan dos de sus más magistrales relatos: El Aleph, una de sus obras maestras más representativas, compilado en un volumen de 18 relatos de título homónimo en 1949, y El jardín de senderos que se bifurcan, publicado en su célebre Ficciones, en 1944. Ambos libros de relatos cumplen 70 y 75 años, respectivamente, desde su publicación, en el marco de la efeméride primera de su nacimiento, quizás en consonancia con esa estructura matemática que vertebra el conjunto de la obra literaria de Borges. Y ambos volúmenes ven la luz en dos cuidadas ediciones publicadas por la editorial Lumen este 2019.

A pocos escapa que Borges, pese a su inmenso legado literario, nunca escribió una novela, pues consideraba "un desvarío laborioso explayar en 500 páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos", pero edificó vastos universos multidimensionales condensados en la tensión perfecta del cuento breve. Cada relato de Borges se articula como un caleidoscopio trufado de intertextualidades, metalingüismos, multirreferencias e hibridaciones temporales, donde cada fragmento textual establece una relación manifiesta o velada con otros textos anteriores o imaginarios, y que entretejen la metafísica y la filosofía como asombro, la intriga policial como motor narrativo, el telón histórico-geográfico como referencia y el relato fantástico como única aproximación posible a la verdad. Así, cada relato borgeano se despliega o repliega como un juego de matrioskas o un origami con esculturas multiformes de papel, que se descubren ante el lector o lectora en lecturas sucesivas y circundantes. En esta línea, Borges se erige quizás en el primer gran escritor posmoderno en cuanto a que se anticipó a la lectura hipertextual y simultánea que caracteriza las formas de consumo contemporáneas, aunque, al contrario que estas, su compleja red de relaciones de pensamiento nunca jugaba a la dispersión, sino a la propia tentativa de infinito.

"Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad, ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro", reza su cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, recogido en el citado Ficciones, que glosa la esencia del método borgeano, y que reverbera en los cuentos de otros títulos míticos como Historia universal de la infamia (1935) o El libro de arena (1975).

Para introducir una pincelada biográfica, tanto el alcance universalista de su narrativa como la poética sublime de su estética, se enraizan en un complejo mundo propio cultivado desde una primera infancia agazapada entre los libros de su padre. Poemarios y bestiarios, tratados de filosofía, pensamiento, semiótica y mitología, mapas geográficos y antologías fantásticas inspiraron el puzzle intelectual del paisaje borgeano. "Creo no haber salido nunca de esa biblioteca", confesó el propio autor, quien se jactaba de su bibliografía lectora por encima de la escritora. En este sentido, quizás el trinomio jardín-novela-laberinto que subyace a muchos de sus relatos, con su máxima representación en El Aleph y El jardín de senderos que se bifurcan, invocase ese paraíso perdido de la infancia, entre utopías y libros.

Tiempo

En cuanto al primer relato de esta reflexión, El laberinto de senderos que se bifurcan encierra una parábola del tiempo, una de las obsesiones fundamentales de Borges, tal como manifestó en varias ocasiones: "El tiempo es un problema para nosotros, un tembloroso y exigente problema, acaso el más vital de la metafísica...".

La arquitectura de este cuento emula un laberinto de temporalidades superpuestas donde todas las posibilidades y desenlaces suceden al mismo tiempo. El autor desarrolla una intriga cíclica a partir de la huida de Yu Tsun, un espía del Imperio alemán que, perseguido por el intrépido capitán Richard Madden, descubre en la voz del sabio sinólogo Stephen Albert que es bisnieto de Ts'ui Pên, un astrólogo chino que dedicó su vida a dos tareas inconcebibles: la construcción de un laberinto infinito y de una novela inagotable, denominados El jardín de senderos que se bifurcan, lo que motiva la orquestación de un plan por parte de Yu Tsun para asesinar a Albert y evitar su detención.

La singularidad de esta sinuosa trama policíaca estriba en que el tiempo es la fuerza organizadora de un relato en el que Borges no construye un laberinto espacial, sino temporal, que multiplica y superpone tiempos divergentes, convergentes y paralelos, que agota todas las versiones posibles del presente y cabalgan hacia el pasado y el futuro, entre reminiscencias y hallazgos. Por tanto, todas las posibilidades de una misma circunstancia, protagonizada por Yu Tsun, coexisten en el tiempo.

Pero, además, la novela de Ts'ui Pên remite, en un juego metaliterario, al propio cuento de Borges, que se inscribe a su vez en la metáfora del laberinto, dibujando una metonimia en que libro y laberinto constituyen, en realidad, la misma cosa. Por tanto, el sueño de "un presente eterno" se materializa en este cuento magistral que concibe el tiempo como un laberinto de lecturas ramificadas, que se subdividen hasta el infinito. Así lo deduce el sabio sinólogo de una carta de Ts'ui Pên: "Dejo a los varios porvenires mi jardín de senderos que se bifurcan: la novela caótica. (?) En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pên, opta -simultáneamente- por todas. Crea así diversos porvenires, diversos porvenires que también proliferan y se bifurcan".

Así, la idea de jardín-novela-laberinto simboliza el ansia de eternidad de Borges, que explora en otros tantos relatos, como en los laberintos geométricos de Las ruinas circulares; los jardines lineales en La muerte y la brújula; o los tiempos detenidos en El milagro secreto. Al fin y al cabo, la propia reiteración constituye otro de los tópicos que enhebra sus cuentos, que cose con el hilo literario de la tradición gótico-fantástica, imbuido por autores como H. G. Wells, Gustav Meyrink o Edgar Allan Poe, pero apuntalado con una poética heredada de su admirado Walt Whitman, que precisamente cumple este año su bicentenario y a quien Borges tradujo con frecuencia al español.

Infinito

Y si El jardín de senderos que se bifurcan es una parábola circular sobre el tiempo, El Aleph raya el infinito en la obra más redonda de Borges, concebida como un palimpsesto. En este relato, su voluntad totalizadora de aprehender el universo entero con palabras se manifiesta en el instante previo a la contemplación del Aleph: "Si el lenguaje lo conforma un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten, ¿cómo puede ser transmitido a los otros el infinito Aleph?".

Las dos citas escogidas en el prefacio, extraídas del Hamlet de Shakespeare y el Leviathan de Hobbes, ya preludian la búsqueda de la eternidad y el infinito, que Borges representa en el objeto del "Aleph", una pequeña esfera tornasolada "de casi intolerable fulgor y de dos o tres centímetros de diámetro", que encierra el espacio cósmico y donde cada cosa era infinitas cosas, desde todos los puntos del universo. Su nombre toma prestado el símbolo matemático ? (número alef), que remite a la multiplicidad infinita del universo, toda vez que, como primera letra del alfabeto hebreo, encarna la raíz espiritual de todas las letras, que las contiene a todas y abarca, por tanto, todo el lenguaje.

La estructura perfecta de El Aleph entrecruza tres líneas narrativas relatadas en primera persona mediante un ejercicio de mise en abyme [puesta en abismo, en francés], que radica en la imbricación de una narrativa dentro de otra como un sistema de muñecas rusas, donde todos los relatos forman parte de un relato que los contiene. En su lectura primera, El Aleph puede leerse como una historia de amor, con un comienzo memorable: "La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita".

Esta épica romántica encierra un claro guiño a Beatriz Portinari, la musa florentina que deslumbró a Dante Alighieri, inspiró su Vita nuova y lo condujo al Paraíso en la Divina Comedia. El recuerdo de Beatriz Viterbo, inspirado en la relación platónica de Borges con Estela Canto, dirige el relato de El Aleph hacia las fronteras de lo imposible. Pero esta impronta dantesca respira en el conjunto de El Aleph, pues su entramado argumental, que transita desde la muerte de Beatriz y su memoria; la rivalidad sentimental y literaria entre el narrador (Borges) y Daneri; el descubrimiento del Aleph, su contemplación y sus reflexiones consiguientes; evocan el descenso al Purgatorio de la obra magna de Dante. Sin embargo, el propio compendio de relatos de El Aleph aloja otros cuentos fantásticos inscritos en esta línea, como El inmortal, que explora los efectos de la inmortalidad en los seres humanos; o La escritura del Dios, donde el sacerdote mesoamericano Tzinacán de Qaholom descubre que su dios ha ocultado un mensaje críptico en la piel de los jaguares. "Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres", expone desde su conciencia de ser "una de las hebras de esa trama total".

Pero El Aleph, último relato del volumen, aspira a ser la trama total: este objeto, al igual que este cuento, aloja todo cuanto el ser humano puede abarcar. Sin embargo, el autor ya avanza "el problema central irresoluble", que es "la enumeración de un conjunto infinito", en cuanto a que, a la hora de describir la multiplicidad infinita del universo, el propio lenguaje se choca contra con sus propias limitaciones.

Por esta razón, cuando el narrador-escritor, que encarna Borges, desciende a contemplar el Aleph, semi-enterrado en un sótano en pleno Buenos Aires ?otro rasgo común del autor es situar mundos simbólicos o sobrenaturales en entornos cotidianos?, el universo infinito se despliega ante sus ojos y comprende que lo eterno sólo puede transmitirse mediante enumeraciones caóticas, como un horizonte real de realidades inagotable. "Lo que vieron mis ojos fue simultáneo; lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es", anuncia.

"Vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta en Androgué, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un ponente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Almaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin...", reza uno de los bellísimos fragmentos durante la contemplación del Aleph.

Al igual que El jardín de senderos que se bifurcan, El Aleph representa el caos del mundo bajo la certeza de que el universo entero puede concentrarse en una hebra de la trama. El descenso al sótano, que puede leerse como una alegoría del mito de la caverna, plantea que lo imposible, como su amor platónico por Beatriz Viterbo, despierta ese sueño de eternidad, pero únicamente en la Tierra podemos aproximarnos a alguna forma de infinito.

Ni siquiera el lenguaje puede contener el universo, pero lo que sugiere El Aleph es que tal vez lo eterno se encuentre entre nosotros y, si abrimos los ojos, podemos contemplarlo e, incluso, retenerlo durante unos segundos, aunque después, "nos trabaje el olvido", y esa certidumbre de belleza se disuelva, como la nieve que cae sobre Dublineses.