La publicación británica Restaurant ha decidido ahorrarles presión a los cocineros. Los restaurantes que ya han sido líderes mundiales en años anteriores son excluidos de la competición y no podrán volver a ser votados. Es también una forma de abrir el foco y no repetirse. Al contrario que Michelin, Restaurant practica un curioso eclecticismo. Ello ha permitido, por ejemplo, a dos grandes asadores vascos, Etxebarri y Elkano, estar entre los 50 mejores del planeta de una lista que encabeza Mirazur, en Menton, el restaurante francés más cercano a Italia, del chef argentino Mauro Colagreco. El caso de Extebarri es espectacular: ocupa la tercera plaza.

El ojo de los profesionales de la cocina y de la hostelería, unido al de los críticos y los escritores especializados que forman parte de los jurados repartidos por el mundo, aúna, a su vez, un criterio extremadamente alejado del de los inspectores de la guía francesa. No son pocos los restaurantes excluidos de la lista Best 50 que tienen tres estrellas, la máxima calificación de la Guide Rouge. Muchos de estos últimos o no aparecen por ningún lado o figuran en los últimos lugares de la lista secundaria, dentro del medio centenar que sigue a los 50 mejores. En España, los casos de Arzak, Berasategui, Aponiente y Quique Dacosta son especialmente llamativos. Restaurant, en cambio, apuesta por otros como los barceloneses Disfrutar o Tickets, o el estupendo Nerua (Bilbao), subestimado por Michelin, que tienen dos y una estrella, respectivamente. El único de los triestrellados españoles que goza de predicamento entre los grandes de la revista anglosajona es el vizcaíno Azurmendi, sin que no deje de preguntarme un solo día el porqué de tanto éxito. Sin contar, claro El Celler de Can Roca, de los hermanos Roca, en Gerona, que mantuvo durante tiempo la condición de mejor restaurante del mundo. O Mugaritz, el casi japovasco de Errentería del chef Andoni Luis Aduriz, que aspira desde hace años.

Hasta hace poco más de una década la repercusión de 50 Best Restaurants era relativamente pequeña pero hace tiempo que se ha convertido en un gigante de la propaganda culinaria. La revista fía su criterio a un jurado internacional compuesto por cocineros, dueños de restaurantes, académicos de la gastronomía, críticos y otros baberos. En total son 1.040 miembros, repartidos en 26 regiones de los cinco continentes y con cuarenta votantes por región. Cada uno de ellos elige diez restaurantes, de los que cuatro tienen que ser de fuera y en los que supuestamente hayan comido en el último año y medio. Digo supuestamente porque nadie exige un certificado que lo pruebe. La elección final es caprichosa: producto de filias y fobias. La expectación que la rodea cada vez es mayor. La decepción o el enfado, en igual medida, resultan superlativos para quienes no ocupan un lugar en la lista.

Restaurant contribuye eficazmente a la hoguera de las vanidades. La publicación anglosajona, como la francesa, dirige su negocio de las distinciones culinarias como le conviene, en función de su ámbito de influencia y del dinero del lugar: Michelin, por ejemplo, prima lo suyo y a los restaurantes japoneses, mientras que a Restaurant le dio un tiempo por los rusos. Los españoles, desde El Bulli, siempre han salido bien parados. En esta última edición conforman con siete el grupo mayoritario y tres de ellos ?Extebarri, Mugaritz y Disfrutar? figuran entre los diez mejores. Pero la principal novedad es que por primera vez en la historia de la publicación un restaurante francés, Mirazur, encabeza el ranking, y otro, Arpège, el parisino del gran Alain Passard, ocupa la octava plaza. La prueba de que la lista anglosajona es una respuesta a Michelin se venía apreciando claramente en el desprecio hacia los chefs galos y en el premio que, en cambio, recibían los estadounidenses, ingleses, españoles y sudafricanos. Los japoneses, que copan la famosa guía roja ?en Tokio relucen del orden de 230 estrellas?, tardan en aparecer en Restaurant. Otra razón que provoca recelos entre los profesionales es que sean los propios colegas los que deciden.

El caso de la Guide Rouge es distinto, proviene del mundo de ayer. Se comenzó a editar en 1909, pensando en los primeros automovilistas. Durante años el trabajo realizado fue tan bueno que los ejércitos aliados en la II Guerra Mundial adoptaron los mapas de carretera que se publicaban como si fueran suyos. Además de unos completísimos datos cartográficos, la guía contaba con información sobre restaurantes y hoteles. En la película Los violentos de Kelly, uno de los personajes, Big Joe, se refiere a ella para consultar cuál es el mejor hotel de una localidad francesa que las tropas norteamericanas se disponen a ocupar.

Pascal Remy fue inspector de Michelin durante dieciséis años y después desveló en un libro (El inspector se sienta a la mesa) el trabajo que llevan a cabo los críticos gastronómicos en los restaurantes y hoteles, las presiones, las mesas intocables, la elaboración de las fichas, etcétera. A Remy lo despidieron por conservar las notas de ruta, un material que le ha servido de apoyo para su historia. Uno de los pilares en que se asienta el mito de la guía roja francesa es el del anonimato de los inspectores encargados de puntuar los establecimientos hosteleros: la incógnita misteriosa. El inspector no siempre acude al local para comer en soledad acompañado de su libreta y solo se descubre después de haber pedido la cuenta, pero a veces no hace falta porque ya lo han calado de antemano. En Francia hay verdaderos expertos en detectar inspectores Michelin.

¿Pero cuál es la diferencia entre una y otra publicación para el consumidor que se deja guiar o el profesional que aguarda el veredicto? En principio, Restaurant cubre un ámbito global superior, mientras que Michelin se publica en poco más de veinte países. Eso quiere decir, por ejemplo, que hay lugares con gran potencial gastronómico que no son observados. En cuanto a las suspicacias de los restaurantes el resultado es empate. El sistema empleado por los franceses que garantizaba, por medio de la discreción, la objetividad ha perdido eficacia precisamente por los tiempos indiscretos en que vivimos. Todo está en el foco, cada vez resulta más difícil pasar desapercibido y los inspectores de Michelin no son una excepción. El hecho de que las calificaciones de la lista anglosajona no estén en manos de anónimos sino de profesionales del sector y especialistas gastronómicos no garantiza la independencia. Más bien al contrario, levantan resquemores y mueven intereses personales ocultos que a veces se ponen de manifiesto en un mundo demasiado comunicado entre sí.