Durante mi dilatada andadura como cronista de festivales, iniciada hace más de cuatro décadas, he sido testigo de muchas y muy singulares experiencias cinematográficas que, con mayor o menor intensidad, continúan instaladas en mi menguada memoria como testimonios de una vida consagrada al estudio de uno de los fenómenos artísticos y sociológicos más complejos, cautivadores e influyentes del pasado siglo. Y aunque no siempre han resultado plenamente satisfactorias, ya el mero hecho de haberlas vivido constituye un activo importante para poder metabolizar en determinados momentos la actitud de insospechada beligerancia contra la libertad de expresión manifestada por ciertas celebrities de la cultura algunas de cuyas obras iniciales nos inspiraron profunda admiración y respeto.

Traigo estas palabras a colación a propósito del óbito del veterano cineasta italiano Franco Zeffirelli (Florencia, 1923/Roma, 2019), acaecido el 15 de junio a los 96 años, y del férvido episodio que protagonizó en el año 1988 en la Mostra de Venecia tras el escándalo generado por la suspensión preventiva por parte de la Judicatura italiana del estreno en aquel certamen de La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ), de Martin Scorsese, a consecuencia de las denuncias presentadas contra esta película por la curia vaticana, bajo el férreo mandato de Juan Pablo II.

Ese mismo año Zeffirelli, ayudante de dirección en sus inicios de, entre otros maestros, Vittorio de Sica, Roberto Rossellini y Luchino Visconti, presentaba, fuera de concurso, El joven Toscanini (Il giovane Toscanini), un biopic hagiográfico y de un repulido esteticismo del legendario músico parmesano que desató las iras de la crítica internacional, convirtiéndose en una prueba más del progresivo declive artístico de este otrora maestro de la puesta en escena y de los grandes montajes operísticos, iniciado algunos años atrás con algunos títulos que no se corresponden en modo alguno con la tónica ideológica y estética que presidía sus primeras obras, algunas incluso bajo la bendición de su maestro y amante Luchino Visconti, de cuyo sólido magisterio aprendió mucho, aunque también desdeñó no pocos de sus más encomiables consejos en el campo de la estética cinematográfica.

Pues bien, en la rueda prensa que siguió a la proyección de su película el autor de Campeón (The Champ, 1979), visiblemente afectado por la hostilidad de los críticos, fue interpelado acerca del escándalo desatado el día anterior por el filme de Scorsese y su respuesta, aunque precipitada, no se hizo esperar lo más mínimo: "Habría que quemar todas las copias y a Scorsese con ellas". Días después presentaba públicamente las preceptivas disculpas.

Naturalmente, los centenares de periodistas que cubríamos el acto no dábamos crédito ante tan gruesas declaraciones. La película, sin embargo, acabó exhibiéndose para la prensa acreditada tres días después de la fecha prevista por los organizadores de la Mostra y las palabras del cineasta pasaron pronto a un segundo plano tras la asombrosa potencia visual de la que hizo gala el cineasta neoyorquino en su intento por ofrecer una mirada más cercana, compleja, social y humanista de la figura de Jesucristo, mucho menos complaciente, por cierto, que la ofrecida por el propio Zeffirelli en su monumental Jesús de Nazareth (Jesus of Nazareth, 1977) once años más tarde.

Un meticuloso ejercicio de imaginería visual de más de seis horas de duración ?en realidad se trataba de una teleserie, aunque en algunos países europeos, como España, se estrenaría en los cines con una versión ostensiblemente aligerada? inspirado en un guion de Anthony Burgess y Suso Chechi d'Amico, dos auténticos pesos pesados de su espacialidad, en el que el director florentino vuelve a exhibir su indiscutible destreza en el manejo del atrezzo y en la reconstrucción de ambientes bíblicos, pero sin los interesantes resultados alcanzados por su compatriota Pier Paolo Pasolini en la irrepetible El evangelio según San Mateo (Il vangelo secondo Matteo) en 1964, una respetuosa aproximación desde la más pura ortodoxia marxista a las sagradas escrituras que hoy ocupa un espacio referencial en la historia del cine contemporáneo.

Desde 2002, fecha de estreno de Callas Forever (Callas Forever), su último trabajo para la gran pantalla, impulsado en buena medida por la profunda veneración personal que le dispensó siempre a la mítica soprano griega, la figura de Franco Zeffirelli había quedado opacada, no tanto por su retirada voluntaria de los platós como por el inesperado giro que había tomado su carrera cinematográfica en las décadas de los ochenta y noventa con títulos tan notoriamente desnortados como Campeón, versión edulcorada del formidable melodrama homónimo que el gran King Vidor dirigió para la Metro en 1931 con un excelente Wallace Beery en el papel de un ex boxeador profesional en pleno proceso de redención por sus excesos etílicos y por su persistente abandono de sus responsabilidades familiares; Amor sin fin (Endless Love, 1988), inconfesada secuela de Love Story (Love Story, 1970), cuyo enorme éxito popular no la eximía de la irritante carga de sensiblería que arrastraban sus remilgadas imágenes, ni de la presencia inane de una jovencísima Brooke Shields batallando infructuosamente por un amor incomprendido; Jane Eyre (Jane Eyre, 1988), enésima adaptación de la mítica novela homónima de Charlotte Brönte cuyo lujoso reparto, encabezado por William Hurt, Charlotte Gainsbourg y Geraldine Chaplin, así como su cuidadísima ambientación consiguen solapar un guion de muy corto alcance, o Té con Mussollini (Tea with Mussollini, 1998), comedia evocadora de la infancia del cineasta cuyo único interés reside en su excelente banda sonora y en la meritoria interpretación de actrices del renombre de Maggie Smith, Joan Plowright, Cher y Lily Tomlin.

En contraposición con el rigor estético y el equilibrio dramático que ofrecen películas tan admirables como Romeo y Julieta (Rome and Juliet, 1968), probablemente la versión cinematográfica más pulida y conmovedora de la popular tragedia de Shakespeare; La mujer indomable (The Taming of the Shrew, 1967), otra prueba de la habilidad de Zeffirelli para envolver de refinada belleza y de originalidad escenográfica el abigarrado universo shakespeariano, y sin caer en el exasperante manierismo que gobernó sus últimos años de carrera; Hermano Sol, Hermana Luna (Fratello Sole, Sorella Luna, 1972), irreprochable puesta en imágenes de la humilde biografía de Francisco de Asís, a partir de un sólido guion de Suso Chechi D'Amico y Lina Wertmüller, donde Zeffirelli se muestra insospechadamente equilibrado y austero en el campo formal; La Traviata (La Traviata, 1983), impecable adaptación de la legendaria ópera homónima de Giuseppe Verdi, con Plácido Domingo en el papel de Alfredo Germont y Teresa Stratas en el de la desdichada Violeta Valéry, es considerada, y con razón, como una de sus escasas obras maestras, y la pieza que mejor define el estilo, a ratos ampuloso a ratos fascinante, de este verso suelto del gran cine italiano de la posguerra al que le debemos, no obstante, algunas de las adaptaciones operísticas más rutilantes, bellas e inolvidables de todos los tiempos.