Su infancia son recuerdos de una coqueta Santa Cruz. Por vía materna rememora rasgos de raza autóctona y por parte de padre, a sus abuelos Gregorio ‘Caco’ y Pilar, quienes oficiaban de cocineros en sus hoteles. “Ella me crió y me enseñó a oler, a no sentir miedo de tocar un conejo muerto o un cabrito”, dice orgulloso. De su abuelo aprendió a atarse los cordones de los zapatos y, mientras se pasaba horas y horas en su pajarera, iba asimilando los valores de ser canario, “de una manera auténtica, más allá de eso de la horita menos, el chacho, las cholas, el Tete, el Pío, pío...”.

Con su 1,93 de estatura, Marcos Tavío Martín (Santa Cruz de Tenerife, 1962) fue jugador de baloncesto y también hizo sus pinitos en el squash profesional. Se considera un autodidacta, un espíritu inquieto y rebelde que con 17 años se marchó a Lanzarote, a vivir a lo hippie, emigró a Londres donde fregó pilas y pilas de platos, y de regreso a la Isla tan pronto montaba una discoteca como se convertía en instructor de buceo.

¿Cuándo se despierta su pasión por la cocina?

A mí cocinar siempre me gustó; era una de las armas que utilizaba para ligar. Pero no soy el único (Ríe). Suso Zárate me ofreció en su día llevar una terraza y ahí fue donde comenzó mi relación con la hostelería. Mi primer restaurante, Mosquito, lo monté en el Puerto de la Cruz, donde hacía cocina latina. ¡Teníamos hasta setenta y tantos tipos de ron! Después vino el Pocoloco, un mexicano. Hasta que un buen día decidí vender los negocios y dedicarme a viajar, a descubrir, y me fui al Caribe, donde abrí una empresa de alquiler de barcos. Tras una temporada regresé a la Isla y monté una escuela de buceo. Y en ese mundo descubrí una nueva manera de viajar, como instructor, llevando gente a los mares del mundo: Sudáfrica, Mozambique, Tailandia, Caribe...

Y de ahí asimiló experiencias y una gran despensa, ¿no?

Sí, muchos registros culinarios que me han servido para desenvolverme ideando platos, mezclando sabores...

¿Y cuándo redescubre la raíz canaria?

Me marcho a Brasil y me reencuentro con la naturaleza. Y, de pronto, pienso a Canarias en aquel país. Abrí dos restaurantes y entré en contacto con la cocina japonesa, pero también con la fórmula nikkei. Y esa idea de fusionar lo canario con lo japonés me atrapó. Volví a la Isla por asuntos familiares; mi madre falleció y, mi mujer, Eva, se quedó embarazada, lo que me inclinó a enraizarme.

¿Se convirtió entonces en un sushi man?

Monté un sushin gourmet en la casa de mi mujer. Hacía sushi, gyozas, ensaladas... y las llevaba a fiestas y celebraciones. Tenía varios menús. Después me establecí en un local, contraté a un cocinero chino y pa’lante.

Y surge su invento: Niqqei.

Ahí me sumerjo en lo canario. Empiezo a darme cuenta que había vivido de espaldas a mis Islas y desde entonces intento afianzar un concepto propio.

¿Anaga es una fuente de inspiración?

Sí, es el lugar donde me encuentro con el territorio, en el que tengo unas tierras donde planto mis cositas y me siento horas en una era mirando al infinito y reflexionando.

¿Cómo traslada lo teórico a la cocina de Aborigen?

Percibo que el recetario es la propia historia de Canarias, todo un filón, y me propongo contar esa historia a través de la comida. Hoy en día seguimos consumiendo lapas, burgados, viejas... Es evidente que venimos de nuestros antiguos. Esa reflexión la llevo a un plato y le añado innovación y modernidad.

Y la identidad también entra por la boca, ¿no?

Es el camino más directo hacia la sangre. Nuestra pérdida de identidad creo que tiene que ver con nuestro alejamiento del mundo rural. Empiezan a desaparecer nuestros sabios, los magos, nos vamos desconectando y perdemos nuestros referentes. Es el momento de reflexionar y yo he iniciado un camino a través de la gastronomía. Los cocineros jóvenes deben asumir que se puede hacer algo especial sin necesidad de utilizar ingredientes de otras partes del mundo, sin darle un toque japonés a todo, sin abusar de la fusión... Cada cual puede hacer cocina canaria de autor.