Es rumana por nacimiento y alemana por matrimonio, pero se siente ciudadana del mundo, que ha recorrido con avidez de aprender. Catalina Moldovanu recaló hace unos años en el Puerto de la Cruz, donde vive en una casa mágica que se abre a un jardín central a través de grandes cristaleras. Allí mismo está su estudio, que al atardecer se inunda de una suave luz que la invita a pintar en cuanto llega la noche, "cuando se apagan los pensamientos", según apunta a El Día, y se libera su voz interior para que el pincel fluya ágil sobre el lienzo recreando historias que ella desvela emocionada al visitante. Su hermana la compara con un tiburón porque no para de trabajar y a veces ni duerme. Un amigo la describe más bien como una golondrina ágil y precisa dibujando rápidos trazos evocadores en el cielo.

El pasado viernes inauguró en el Centro de Arte La Recova de Santa Cruz de Tenerife su última exposición, Buscando a Dios aprendí a amar, un conjunto de 75 obras fruto de una ida y venida a esta serie temática durante los últimos diez años y que mantiene el nombre con el que la concibió en aquel momento: "Siendo honesta conmigo misma, ahora sería Buscando el amor aprendí a amar, porque Dios es amor, ya que mi alma materializada en este cuerpo ha entendido que no hay diferencia entre religiones, que son cajitas que la sociedad ha creado para separarnos", reflexiona esta creadora que necesita repartir abrazos constantemente para mostrar su felicidad y que en uno que le dieron a ella descubrió, nada más apoyar la cabeza en el pecho del otro, a su alma gemela.

Adicta a los zapatos y a los libros, habla con pasión de los temas que le interesan, saltando de uno a otro sin pausa en su deseo de compartir su visión de la vida y su afán de ayudar a los demás, a los que considera cocreadores de su obra, identificándose con cada persona en la calle, sintiendo lo que cada uno siente, "desde la frustración del que pide limosna hasta la alegría del que camina", destaca sobre la manera en que percibe los pequeños detalles que después traslada al lienzo, en un diálogo en el que los colores se constituyen en la herramienta de comunicación con la tela blanca y donde el pincel se convierte en la prolongación de su alma: "Mi pintura se identifica con mi corazón, y los colores representan mis pensamientos y mis emociones, desde la alegría a la tristeza, de la muerte a la resurrección".

En esta línea surgió su primera exposición, en 2009, tres años después del fallecimiento de su madre, que la obligó a prometer que compartiría con el mundo todos aquellos trabajos que iba acumulando y regalaba a sus amigos, y de la que recuerda con cariño diciéndole que si una casa es una casa y un árbol es un árbol, para qué pintaba la curva de Gauss. "Estuve dos años sin poder pintar, hasta que me sentí preparada para desnudarme frente al mundo", comenta sobre la serie de Los mensajes que mostró en Hannover, Alemania, y en la que intentó transmitir que "el vacío que viene de cada momento de felicidad atrae al polo opuesto y genera un momento de tristeza".

Y fue su madre la que guardó los numerosos reconocimientos que obtuvo desde que con siete años ganó un concurso de dibujo sobre el asfalto para recordarle quién era mientras se dirigía a la madurez, y la que le quitó importancia a su cambio de nacionalidad asegurándole que su sangre rumana no se la quitaba nadie.

Años de formación autodidacta, en los que contó con la ayuda inestimable de mentores que le marcaron el rumbo, junto a sus viajes e inquietudes, le han concedido un estilo propio que considera que se mantiene homogéneo en todas sus creaciones -salvo una pequeña variación con una serie dedicada a las mujeres que se han sacrificado de forma consciente a favor de la familia por amor- y que intenta perfeccionar a nivel técnico para ser más fiel a lo que siente a través de las imágenes que visualiza, "para sacarlas de dentro a fuera".

"La pintura nutre mi alma, y ese deseo de expresarme a través de los colores, que siempre ha existido, me absorbe desde que la noche se hace día y el día noche, pero sobre todo de noche, cuando dejamos de ser lo que pensamos que somos, y somos gigantescos dentro", subraya acerca del momento en el que la creatividad se hace óleo y traspasa la emoción vivida al cuadro, al que a veces le pregunta "¿qué quieres de mí?" y que no abandona hasta que se siente satisfecha.

En ese proceso de creación Moldovanu no considera suya la obra, sino del público y para el público, por lo que, a la hora de finalizarla y cortar el cordón umbilical que la une con su pintura, a veces siente vergüenza en el momento de firmarla porque percibe que es "producto de todos".

"Hablo con mis cuadros a través de los colores, con las manos mucho más que con la boca, y las personas que vayan a ver mi exposición descubrirán trozos de mi ser, y a la vez cada cuadro hablará a cada uno según su particular búsqueda en su caminar, como pregunta y como respuesta", especifica esta aficionada al golf -práctica deportiva que también domina y en la que compite con éxito, pero con un pincel mayor- acerca de una muestra en la que cada título de cuadro y cada palabra que puede aparecer en ellos los ha seleccionado para que resuenen hasta el destinatario de su mensaje, que en la mayoría de los casos parte de una auténtica historia conformada por múltiples elementos alegóricos o reales.

Paralelamente, la autora se ha planteado que esta exposición tenga una vertiente didáctica y enriquecedora a través de un proyecto destinado a los internos de Tenerife II, pendiente de aprobar, "para despertar conciencias, ya que es importante entender y perdonarse a sí mismo. Los presos no saben vivir en amor, pero no significa que no puedan aprender a amar. Las personas malas son a las que les debemos dar más amor", comenta sobre su idea de que la terapia a través de los colores permite despertar la conciencia interior, que "no solo sana el alma y las heridas interiores, sino que aporta paz donde hay agresividad".

"Mi cualidad es amar; mi debilidad, también", concluye.