Luis XIV debió de contraer la lombriz solitaria a una edad temprana y jamás la soltó. Dándose cuenta de la bulimia real, Louis de Bechameil se esforzó por satisfacer su apetito monstruoso. Enriquecido fraudulentamente durante la Fronda, el marqués de Nointel era un perfecto cortesano, experto en arte hasta el punto de mediar entre joyeros, orfebres, ebanistas, pintores y el propio Rey, tenía un sentido innato de cómo proteger sus intereses. Los historiadores relatan el estupor de la joven y guapa Henriette de Inglaterra, cuñada del monarca, cuando se enteró de que había devorado en una pequeña cena cuatro platos completos de sopas distintas, un faisán entero, una perdiz, una copiosa ensalada, dos grandes lonchas de jamón, carne de cordero con jugo de ajo y una bandeja de pasteles.

Bechameil, dispuesto a satisfacer la glotonería de Luis XIV, quiso encargarse personalmente de las salsas y con su cocinero llegó a la Corte de Versalles la bechamel, que inicialmente llevaba su nombre y con el tiempo fue modificada la ortografía. La primera bechamel se hizo con jugo de carne, y no como hoy con leche o crema. Su fórmula también cambió con el tiempo, gracias en buena medida al gran Carême, que la hizo más cremosa partiendo de un roux: cocinar harina, con un poco de grasa y caldo para destronar a la miga de pan empapada que se usaba desde la Edad Media. El Rey Sol padeció durante largos años un acusado deterioro dental que le mortificaba siendo como era un glotón. Seguramente agradeció la nueva papilla cremosa.

Pero existe una intrahistoria que nos conduce por otros vericuetos que tienen que ver con el intercambio entre cortesanos. La salsa bechamel es, según se ha dicho y escrito, el resultado del desarrollo de una crema más antigua creada por François Pierre de La Varenne, cocinero del Marqués de Uselles. Este dedicó su invención culinaria al marqués de Bechameil para obtener probablemente algunos favores a cambio, como a menudo hacían los cocineros con la nobleza de la época. Según otras fuentes, La Varenne se inspiró en una salsa aún más antigua, la colla toscana, que llegó a Francia desde Italia en 1533 en el equipaje de Catalina de Médici y su batallón de cocineros transalpinos. Tiene cierto sentido, en Italia, a principios del siglo XVI, ya existía la lasaña. Otros historiadores asumen que fue inventada por Philippe de Mornay, en el siglo XVII, a quien se le atribuye haber creado también la salsa que lleva su nombre (una bechamel enriquecida con queso), la Lyon y la cazadora. La bechamel siguió sus alegres caminos universales hasta acabar en la popular croqueta, un símbolo nacional. Y convertirse de paso en la reina de los gratinados, empezando por el clásico dauphinois, acompañando las berenjenas de la popular mousaka griega y en la citada lasaña, las endivias o las coles de Bruselas.

Todos lo saben, pero por ello no voy a dejar de recordarlo: dos normas esenciales para la bechamel son verter en el cazo la leche fría para obtener la menor cantidad posible de grumos y agregar más o menos harina para variar su grosor.

Las salsas son el esplendor y la gloria de la cocina francesa. Nadie debería considerarse chef sin dominar las llamadas cinco elaboraciones madre, la base de un repertorio más amplio y que proviene de Carême, el padre fundador de la cuisine. Él fue quien consolidó cientos de salsas partiendo de cinco variedades básicas, una especie de tabla periódica de la cocina: blanca (bechamel), rubia (veloute), marrón (demiglace), mantequilla (holandesa) y roja (tomate).

La de las salsas es una historia compleja, relacionada con el progreso de la gastronomía a lo largo de los siglos hasta el punto de que podrían considerarse un eslabón más de la civilización.

Talleyrand tenía un modo particular de distinguir a Francia de Inglaterra, sin entrar en el famoso dicho utilizado en las dos orillas de que entre un listo y un tonto sólo hay un paso, el de Calais: "Hay 360 salsas y tres religiones en Francia, y tres salsas y 360 religiones en Inglaterra".

El escritor y humorista estadounidense Ambrose Bierce escribió en su Dicccionario del Diablo, publicado en 1911: "Un pueblo sin salsa tiene mil vicios; un pueblo con salsa solo tiene novecientos noventa y nueve. Por cada salsa inventada y aceptada, un vicio es abandonado y perdonado".