Dos palabras, diseño y política que parece que no tienen nada que ver entre sí. Pero, en la medida que los efectos del diseño se aplican a ciudades, paisajes, políticas, culturas, y servicios, es urgente reflexionar sobre su rol en la construcción de nuestra sociedad. Si supiéramos lo que el diseño puede hacer por mejorar la sociedad, si no lo miráramos despectivamente como algo trivial, si entendemos el diseño como una herramienta esencial que transforma a personas y sociedades, nos lo tomaríamos más en serio.

Cuando hablo de diseño no me refiero a sillas bonitas o a tipografías originales. Hablo del diseño como agente de cambio social. Sin embargo no he visto ningún programa electoral que mencione su importancia y es precisamente ese divorcio entre la política y el diseño, sumamente arraigado en el pensamiento de los políticos -de cualquier color- en estas islas, lo que queremos abordar en este artículo.

¿Por qué está todo inacabado? ¿por qué no nos fijamos en los detalles?¿y por qué somos tan poco exigentes los ciudadanos?

El diseño es una mentalidad. Una forma de ver el mundo orientada a la solución de problemas de manera innovadora, capaz de encarar la gran cantidad de desafíos que enfrentan nuestras sociedades en la actualidad, al tiempo que puede ayudar a mejorar el bienestar general. Los cambios sociales, ambientales y tecnológicos, constantes y disruptivos, están haciendo que el mundo en el que vivimos sea complejo y volátil. Esto es especialmente cierto en Canarias, cuyos problemas sociales y la creciente influencia internacional a través del turismo están dando lugar a una nueva era de desafíos que solo el diseño centrado en el ser humano podría resolver.

En lugar de entender el diseño y la política como dominios contrapuestos es necesario revitalizar el impulso político del diseño, esto es, su capacidad para producir cambios sociales. No se trata solo de promover la excelencia en el diseño sino de mantener esa excelencia en el cuidado posterior. ¿Para qué encargamos un parque a un buen arquitecto si luego, en el día a día, lo vamos destrozando?

Diseñar para el mundo real (siguiendo las ideas de Víctor Papanek) ayuda a la inclusión, la justicia social y la sostenibilidad, temas de gran relevancia en el diseño de ciudades - y de islas como las nuestras, que viven de su imagen- hoy en día. En materia de arquitectura ese diseño del que hablo tiene que tener en cuenta tanto el clima como la topografía. Por eso son inentendibles proyectos como el puerto de Fonsalía (en Guía de Isora) o el del muelle de Agaete, no porque no sean necesarios, ni porque no se haya elegido bien su emplazamiento, sino porque parecen haber sido diseñados por el enemigo. Lo que estamos construyendo hoy (y a la vez destruyendo) es la representación física de nuestra historia como pueblo, por eso duele tanto ese desconocimiento del contexto, del paisaje, de la cultura y las formas de las islas.

Como decía el arquitecto Vittorio Gregotti, "el peor enemigo de la arquitectura moderna es el concepto de espacio considerado únicamente en función de exigencias económicas y técnicas indiferentes a las ideas del emplazamiento".

En estas islas solo en una, y en un breve momento histórico, se ha hecho verdadero caso, integralmente, a la importancia del buen diseño: Lanzarote. La influencia de César Manrique sobre su amigo Pepín, presidente entonces del Cabildo de la isla, produjo una simbiosis que, a pesar de que ahora la especulación privada prima, no ha sido posible destruir. No es que no hayan habido otros intentos, por supuesto que sí, Santa Cruz de Tenerife, a comienzos de la democracia, es otro ejemplo a seguir, con el Peri, con su apuesta por la arquitectura contemporánea de calidad. La diferencia es que en Tenerife esa apuesta no ha perdurado en el tiempo, mientras que en Lanzarote aún podemos disfrutar de espacios increíblemente bien diseñados y cuidados, como los Jameos del Agua, el recorrido por el Parque Nacional de Timanfaya o la Fundación Cesar Manrique.