Kiko Amat lucha contra uno de los fantasmas de su infancia en su última novela, Antes del huracán, una historia que surge motivada por la necesidad de explicar unos hechos trágicos que conoció a corta edad y que supone un reencuentro con su pueblo, Sant Boi de Llobregat, y el hospital psiquiátrico donde trabajaba su madre como enfermera.

El espacio Agustín Espinosa de la Feria del Libro de Santa Cruz de Tenerife sirvió este viernes de encuentro del escritor con los lectores, a los que reveló que la universidad no es donde se aprende a escribir, ni siquiera en los talleres de escritura creativa, donde simplemente "pulen lo que uno lleva, que vale o no vale", sentenció sobre una capacidad que en su caso proviene de la oralidad, producto de reuniones de amigos en las que se nutrían de historias que inventaban, mentiras que contaban y que mejoraban día a día, para superar "las largas horas de tedio que afecta a un adolescente del extrarradio de los años 80".

"Era enclenque y un poco tísico, y mi única defensa era la lengua, y así desarrollé, como cualquier nerd tuberculoso, una lengua ponzoñosa, incluso letal, que era mi coraza", justifica el autor de Rompepistas y Eres el mejor, Cienfuegos sobre unos primeros momentos de su vida en los que se refugió en las lecturas y la música anglosajonas, en especial el personaje de Sir Tim O'Theo, creado por Raf, que lo fascinó hasta el punto de conformar una cultura imaginaria que adoraba "como si fuera un secreto".

Sus novelas iniciales adolecían de "unos tics y clichés roqueros" de los que se ha desprendido con el tiempo, "no por madurez sino más bien por afilar las herramientas" que utiliza para construir su imaginario, que proviene, no obstante, de la realidad, de su entorno, su pueblo, y de sus vivencias. "He manifestado en alguna ocasión que Antes del huracán no era autobiográfica, pero sí lo es, las cosas que suceden son reales, por lo que requería un tono más sobrio y contarlo con perspectiva, como si fuera un niño", detalla.

Ese niño, más o menos feliz, sufre una concatenación de catástrofes que destruyen su vida, y surge ante él "el estigma de la locura, que se perpetúa genéticamente o por el entorno", una circunstancia que no lo convierte en loco pero lo pone en camino de serlo, asegura.

El libro creció con el pueblo, su pueblo, identificado con ese estigma, como un personaje que condiciona a los demás, con un manicomio cuyos pacientes tenían un régimen de tercer grado, por lo que deambulaban libremente por sus calles, mezclados con su gente: "Era un mundo de dementes del que yo formaba parte, y encima mi madre me llevaba a su trabajo; crecí rodeado de locos".

No obstante, rechaza una visión dramática, al contrario, utiliza el humor como un recurso para hablar de la tristeza y la oscuridad, lejos de cualquier victimismo, en la línea del británico P. G. Wodehouse, del que asume una importante influencia. En esta línea, se define como "el fulano que se carcajea en los bares y se lamenta por dentro con su melancolía; que necesita trasladar las penas de sus personajes haciendo reír".

A su protagonista, Curro, le gustaría ser normal y encajar, pero después se ríe de los "normales", una dicotomía que Amat se plantea transmitir a sus lectores, "aunque cada uno tiene que sacar su propia conclusión".