La presencia de Dolor y gloria, el último largometraje de Pedro Almodóvar (Calzada de Calatrava, 1949), en la sección competitiva de la 72ª edición del Festival de Cannes, que comienza hoy, y cuyo jurado oficial estará presidido por el cineasta mexicano Alejandro González Iñárritu, vuelve a despertar las expectativas, nunca satisfechas, de que el director manchego se haga, por fin, con la codiciada Palma de Oro tras haber obtenido en 1999 el Premio al mejor director con Todo sobre mi madre y el del mejor guion en 2006 con Volver, así como el Oscar a la mejor película de habla no inglesa en 1999 por Todo sobre mi madre y el Oscar al mejor guion original en 2002 por Hable con ella. La Academia española, de la que permaneció distanciado durante algunos años por diversas desavenencias, le otorgó en tres ocasiones el Goya a la mejor película -en 1988 por Mujeres al borde de un ataque de nervios, en 1999 por Todo sobre mi madre y en 2006 por Volver- y ha sido distinguido, además, con el Premio de Honor de la Academia Europea de Cine por su trayectoria profesional, en el año 2013.

En cualquier caso, tampoco lo tendrá fácil en esta edición el autor de Kika (1993) pues habrá de competir con figuras con tanto arraigo en el palmarés de este certamen como los estadounidenses Quentin Tarantino, Jim Jarmusch y Terrence Malick; los franceses Jean-Pierre y Luc Dardenne y Arnaud Desplechin; el británico Ken Loach; el italiano Marco Bellochio, o el canadiense Xavier Dolan, aunque esta vez llega a Cannes con el aval de la crítica española y el entusiasmo que despertó su película en Thierry Fremaux, delegado general del Festival, que no dudó un instante en incluirla en el listado de películas en competición tras visionar otros siete filmes nacionales cuyos títulos no se han hecho públicos. Almodóvar, que presidió el jurado oficial del certamen en su edición de 2017, acude una vez más a esta importante cita internacional con el que, sin duda alguna, constituye su filme más lúcido, inteligente, emotivo y complejo, muy lejos por tanto de los postulados narrativos que han venido presidiendo su filmografía durante algún tiempo.

Su ya larga trayectoria profesional, iniciada en 1978 con Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, una apuesta decidida por un cine de ruptura, impúdico, provocador, ambiguo, reivindicativo y enormemente transgresor, más allá de los patrones de moralidad que imponía en aquellos tiempos la corrección política en nuestro país, aunque muy próximo a referentes artísticos tan ilustres en la historia de nuestro cine como Iván Zulueta, Luis G. Berlanga, Jaime Colomo o el mismísimo Luis Buñuel, desató una oleada de desafectos -y de alguna manera sigue aun desatándolos en determinados sectores de la política nacional- propios de una sociedad de matriz conservadora y de un creador que ha dejado bien claro, desde su alumbramiento como cineasta, cuáles serían sus señas de identidad en el futuro y los códigos estéticos e ideológicos que manejaría para cumplir con sus objetivos.

Tan es así que, con el paso del tiempo, su recorrido artístico, con sus aciertos y sus tropiezos -más de los primeros que de los segundos-, ha respondido con absoluta fidelidad a estos planteamientos, a pesar de las mil y una controversias que ha generado a lo largo de su dilatado historial como cineasta independiente y de la obstinada hostilidad que ha demostrado determinado crítico de un diario de ámbito nacional en su propósito por desbancarle de su bien ganado sitial en la élite del cine mundial.

Tal ha sido, sin embargo, su capacidad de resistencia ante un contexto social poco proclive a su peculiar universo contracultural y a su perseverancia en mostrar sin paliativos su propio veltanschauung -visión del mundo-, que su obra, integrada por 21 largometrajes como director y por dos decenas como productor, constituye un continuo ejercicio de exploración de la realidad desde una mirada en la que prevalecen casi siempre sus propios rasgos autobiográficos, ya sea para apuntalar sus certezas como auténtico outsider del cine nacional como para airear sin complejos ni medias tintas sus propios fantasmas personales, algunos estrechamente asociados a su propio imaginario sexual.

Es más que obvio que muchos de los grandes creadores de la historia, y Almodóvar lo es en buena medida, han sido grandes neuróticos que se curaron de alguna manera con el Arte, que es, hasta que no se demuestre lo contrario, la terapéutica psicoanalítica por antonomasia para quien aspire a navegar seriamente por esas aguas. Y, una vez alcanzado el Arte, o sea, la ausencia, en sus obras, de la neurosis, ello es la prueba de que se ha alcanzado, llamémosle así, la curación, el ansiado equilibrio, la racionalidad y?el olvido de algunos de los capítulos más oscuros y turbadores de nuestro pasado. Stendahl, Miguel Ángel, Luis Buñuel, Marcel Proust, Vincent Van Gogh, Wolfgang A. Mozart, Federico Fellini, Virginia Woolf, J. D. Salinger y Alessandro Manzoni, por citar a algunos de los ejemplos más emblemáticos en el mundo de la creación, se mostraron profundamente neuróticos, es decir, que, de un modo u otro, vivieron, en algunos casos, acompañados por ese estigma hasta sus últimos días; pero la neurosis hay que buscarla en sus respetivas biografías, no en sus obras, en las cuales ésta se halla completamente resuelta como puede verificarse fácilmente revisando sus respectivos perfiles personales.

Sin embargo, hoy, después de que Freud, para uso científico, creara un lenguaje psicoanalítico existen también los artistas, o los que pretenden serlo, que, de alguna manera, se curan milagrosamente ante el contacto con el público. Así, los artistas que se sirven del lenguaje freudiano, pertenecen a dos categorías: la de los neuróticos incurables y la de los artistas sin neurosis que se sirven del lenguaje freudiano para expresar algo que, a fin de cuentas, no tiene nada que ver con el psicoanálisis. Obviamente, los primeros sólo son artistas en aquellas circunstancias en que la jerga psicoanalítica cede su espacio al inescrutable universo de la poesía. Los segundos, por el contrario, utilizan fríamente eso que llamaríamos "el formalismo onírico del psicoanálisis", tal y como lo emplearon, pongamos por caso, directores abiertamente hechizados por el mundo de Freud, como Hitchcock en películas como Recuerda (Spellbound, 1945) o Vértigo/De entre los muertos (Vertigo, 1958); o Fellini en Fellini Ocho y medio (Otto e mezzo, 1963) o en Giulietta de los espíritus (Giuglietta degli spiriti, 1965); pero su finalidad es, en cualquier caso, muy otra.

Pedro Almodóvar pertenece, desde hace algunos años, a la primera categoría y su última película, Dolor y gloria, así como la celebrada Todo sobre mi madre, parecen confirmarlo con toda suerte de detalles. Porque aparentemente, Dolor y gloria es la historia de una neurosis de perfil edípico, pero su desarrollo dramático focaliza también otros objetivos no menos importantes en el conflicto vital que bloquea a su descreído protagonista.

Salvador Mallo (interpretado con insospechada solvencia por Antonio Banderas en su ya octava colaboración con el director manchego) es un veterano cineasta de éxito asediado por los recuerdos de su difunta madre (una Penélope Cruz francamente excepcional) que, en plena madurez, sigue arrastrando las experiencias traumáticas relacionadas tanto con su vida personal, salpicada de desengaños y de heridas sentimentales aún sin supurar, como con la peligrosa deriva que ha tomado su carrera profesional a consecuencia de la esterilidad intelectual que invade su otrora fértil imaginación.

Aparentemente, su trayectoria artística parece haber colmado todos sus deseos pero su ocaso personal y profesional es ya un hecho y empiezan a acudir a su memoria recuerdos que, más que fortalecer su ánimo, lo fragmentan, menguando así su capacidad para afrontar el proceso de decadencia en el que se halla irremediablemente atrapado desde que ha tomado plena conciencia de la fragilidad de sus viejas certezas sobre la transmutación de la memoria en el umbral de la decadencia.

La película, inspirada en un guion del propio Almodóvar, se desliza, como muchos de sus últimos filmes, sobre un tobogán de emociones que el director logra atemperar desde el distanciamiento de quien parece estar radiografiando la vida de otro personaje, al tiempo que establece un diálogo abierto, complejo y sin la menor fisura con el espectador, buscando abiertamente su complicidad, como la corroboración de una existencia que se apaga lenta aunque inexorablemente en medio de un escenario de derrota, sin vuelta atrás.

La meta soñada

Además de Dolor y Gloria, de Pedro Almodóvar, el Festival de Cannes acogerá en su 72ª edición un total de veinte títulos que se disputarán, a partir de hoy y hasta el sábado 25, el galardón más prestigioso e influyente -junto al Oscar de Hollywood- de todo el orbe cinematográfico. Ganar la Palma de Oro es el sueño dorado que en algún momento de sus vidas han acariciado legiones de cineastas, productores y distribuidores de todo el mundo como la meta suprema para sus aspiraciones profesionales.

Algunos de los beneficiados, como los hermanos Dardenne, que la obtuvieron en 1999 con Rosetta (Rosetta) y en 2005 con El niño (L'enfant), aspiran a repetir la jugada con Young Ahmed, un dramático testimonio sobre los jóvenes inmigrantes musulmanes en la Francia de nuestros días; Jim Jarmusch, que inaugurará el festival con The Dead don't Die, su primera incursión en el universo zombie, la recibió en 1993 por Café y cigarrillos (Coffe and Cigarettes); el gran Terrence Malick, que se hizo con el premio al mejor director en 1978 con Días del cielo (Days of Heaven) competirá esta vez con A Hidden Life, la historia verídica de un objetor de conciencia que se niega a luchar en la resistencia contra los nazis en la liberación de Austria.

Tarantino, otro habitué en La Croisette, que ganó su Palma de Oro en 1994 con Pulp Fiction (Pulp Fiction), compite con Once Upon a Time?in Hollywood, un thriller inspirado en los asesinatos perpetrados por la familia Manson en agosto del 69 y que se cobró la vida, entre otros, de Sharon Tate. Ken Loach, que ya obtuvo este premio en 2006 con El viento que agita la cebada (The Wind that Shakes the Barley), participará con su nuevo trabajo, Sorry We Missed You, un sórdido retrato de las devastadoras consecuencias de la crisis de 2008 en las clases populares londinenses; el italiano Marco Bellocchio, presente en diez ocasiones en la sección competitiva del festival, vuelve de nuevo con Il Traditore, un biopic sobre Tommasso Buscetta, el primer "soplón" de la mafia siciliana durante la conflictivos años ochenta que, contra todo pronóstico, lleva arrasando las taquillas italianas desde su estreno el pasado mes marzo.

Xavier Nolan, ganador del Gran Premio del Jurado en 2014 con Mommy, también aspira a hacer historia en este certamen con Matthias and Maxime, otro drama social de este jovencísimo director (30 años) de origen canadiense al que le preceden ya nueve largometrajes y decenas de cortos. Little Joe, de la austriaca Jessica Hausner, The Wild Goose Lake, del chino Diao Yinan, It Must be Heaven, del palestino Elia Suleiman, Los misérables, del francés Ladj Ly, Portrait of Lady on Fire, de Céline Sciamma, La Gomera, del rumano Corneliu Poromboiu, un thriller rodado en las islas en el que cobra un insólito protagonismo el silbo gomero; Mektoub, My Love: Intermezzo, del tunecino Abdellatif Kechiche, Atlantique, de Mati Diop, Parasite, del coreano Bon Joon Ho, Frankie, del estadounidense Ira Sachs, y Bucaru, del brasileño Kleber Mendonça, completan la larga nómina de títulos que, desde este martes, batallarán por alcanzar su lugar en la cumbre.