Dos fotografías: una de 1965 de César Manrique en la Feria Mundial de Nueva York de 1964-65. Otra de 1967 que lo retrata en las calles de Manhattan. Escribir sobre ambas implica referirse a un pasado que ya no existe, pero que está extrañamente presente. Este fantasma bulle en imágenes ligadas a una historia que reclama imaginación. ¿Cuál es el mundo que está tras Manrique en ambas fotografías?

La primera lo muestra con gesto triunfante, delante del Unisphere, el gran globo terráqueo metálico emblema de la Feria Mundial de Nueva York. Es una imagen que rezuma optimismo. El gesto de Manrique celebra su tiempo, el de sus estancias intermitentes en Estados Unidos, entre 1964 y 1968. Estas estancias han sido contadas de diferentes formas con tres niveles narrativos: el del protagonista, el de su contexto nacional y el de su momento histórico mundial.

En el relato de Manrique, que tiene la forma de una mitología personal, el viaje a Nueva York tiene una importancia decisiva con su épica de la partida y el regreso. Entre los motivos de su partida estuvo la muerte de su esposa, la invitación del artista cubano Waldo Balart y la coincidencia en Madrid con el gobernador de Nueva York y miembro del club de los magnates petroleros, Nelson Rockefeller, patrocinador del Institute of International Education que becó a Manrique. Sea como fuere, Manrique fue uno de los pintores contemporáneos españoles en la Feria Mundial y durante su estancia en la ciudad expuso colectiva e individualmente. No obstante, llegado un momento, la ilusión del viaje se tornó en desencanto. La sonrisa que exhibe en las fotografías contrasta con sus cartas y su diario, en los que escribe sobre el hartazgo que le produce la alienación y miseria de la gran ciudad; el dominio de la técnica sobre el ser humano. Es aquí donde comienza la historia del regreso a la isla, la de aquel que retorna de la odisea para reencontrarse con su familia. Hastiado de la metrópoli, vuelve con el espíritu humanista de quien se opone a la masa, pero también con una mirada expandida que va más allá de su pintura, que extiende el soporte de su obra al territorio y sus habitantes.

Es posible que enfrentarse a la escala de la Feria Mundial de Nueva York le provocase un cambio mentalidad, como le ocurrió al arquitecto Fernando Higueras, cuyo proyecto de un rascainfiernos para el pabellón español anticipó varias ideas que más tarde desarrolló en Lanzarote -aunque elegida unánimemente en el concurso, su propuesta fue desestimada por problemas de viabilidad, aludiendo que parte del terreno del Parque Flushing Meadows era pantanoso, dejando el proyecto en manos de Javier Carvajal. Esta metamorfosis está conectada con el segundo nivel narrativo, el de la participación de la España del desarrollismo en la Feria. En este, Manrique tiene una importancia secundaria, aunque su experiencia es representativa de la de muchos artistas españoles de su época que sienten trascender el contexto nacional. Esto ocurre con Manuel Fraga como ministro de Información y Turismo, con las ofertas de viaje para pasar las vacaciones en Nueva York y las animaciones en los noticiarios de la Comisaría General de España para el encuentro que muestran al personaje de Currito aterrizando en un vuelo de Iberia en la ciudad de los rascacielos. Las promesas de apertura para la burguesía española se condensan en la imagen del globo terráqueo como monumento en Nueva York, que los españoles del momento ven como la primera ciudad del mundo, pero en la que también se reconocen como en un espejo. En la Feria se presume de la antigua gloria del Imperio, haciendo gala de su papel en la conquista de América, con una réplica de la carabela Santa María, o con otros símbolos, como los de la Reconquista, con la espada de El Cid. En la sección oficial del pabellón español, la comisión presidida por su comisario general, Miguel García de Sáez, se reclamó de una tradición basada en viejos maestros como El Greco, Ribera, Velázquez, Zurbarán, Murillo y Goya. Mientras, en la selección de arte moderno, se reconocía oficialmente a conniventes con el régimen franquista como Dalí, pero también el prodigio de los hijos pródigos, Miró, Gris y Picasso. La nueva tolerancia cultural parecía ofrecer un reconocimiento parcial de artistas otrora considerados disidentes. El mensaje, dentro y fuera, era de orgullo del capital cultural de la nación, pero también un guiño redentor: a diferencia de lo que le ocurrió a muchos artistas vanguardistas de la generación anterior, ahora a España se podía regresar.

La primera Gran Exposición Universal tuvo lugar en Londres en 1851. Fue un fenómeno anticipatorio del turismo y el ocio de masas, pero también una celebración de la industrialización moderna a través del espectáculo y la construcción de un acontecimiento que lo mismo anticipaba el porvenir, que mostraba los restos de animales antediluvianos. El Palacio de Cristal se convertiría en el primero de los símbolos arquitectónicos que se repetirían en futuras exposiciones universales, marcas turísticas de las ciudades del mundo como la Torre Eiffel. Este fenómeno surgido en Europa, pronto sería replicado por los Estados Unidos y, en Nueva York, se dieron excepcionalmente dos, la de 1939 y la de 1964-65, en la que participó Manrique. En la escala de estos eventos mundiales, el artista se desdibuja como un extra en una gran producción, conducida por la ambición de sus directores. Aquí, el tiempo puede ser entendido como un producto del hombre o el hombre como producto del tiempo -uso el énfasis masculino deliberadamente, para remarcar el poder patriarcal que determinaba aquel momento. Es un tiempo en el que las grandes empresas escapan al control de sus amos o, como dijo Henry Ford, se convierten en "un gran negocio [...] demasiado grande para ser humano".

Para entender el carácter desmedido de la Feria Mundial de Nueva York de 1964-65 debe comenzarse explicándola como una operación geopolítica. A pesar de que John F. Kennedy había sido asesinado antes de su inauguración, el entonces presidente había jugado un papel importante en su promoción. En 1962, tras la descomunal escalada de tensión que había supuesto la Crisis de los Misiles de Cuba, Kennedy creyó conveniente desplegar una estrategia que mitigase la posibilidad de una guerra nuclear con la Unión Soviética. Pese a su pretendido carácter puramente científico, en estos años la celebración de los adelantos norteamericanos de la carrera espacial era indisociable de las investigaciones militares que tenían como objetivo frenar la amenaza comunista. Esta pugna entre las superpotencias pudo observarse en las sillas vacías de la Feria Mundial, con las ausencias de la URSS, Cuba y otros países del Caribe -en mitad de la feria, la República Dominicana salió del pabellón caribeño después de que el presidente Johnson ordenase una intervención militar en la isla para evitar una deriva comunista tras la muerte de Trujillo. Esta tensión quedó resumida en el lema de la Feria: "Paz a través del entendimiento". Esta idea del intercambio pacífico entre las naciones ya había sido impulsada por el programa de Eisenhower Power for Peace. En su texto, Eisenhower and the Hippies, Dan Graham hace referencia a cómo los eslóganes del viejo Ike calaron años más tarde en las generaciones jóvenes de la contracultura estadounidense, siendo el pacifismo un símbolo de la misma pax romana. Pero en los años de la feria, mentar a la paz no frenó la intervención en Vietnam, que había comenzado con Kennedy, ni el hecho de que el presidente Johnson diese luz verde a la Operación Rolling Thunder en 1965.

La filósofa Susan Buck-Morss señala que la Guerra Fría entre los bloques del Este y el Oeste se basó en parte en una disputa espacial por el dominio sobre la abstracción del imaginario lineal global. La lucha por desplazar y dominar el orden espacial, buscaba que no hubiese dos centros planetarios, sino que prevaleciera uno sobre la totalidad del mundo. A este respecto podría decirse que la Feria Mundial del 64-65 tuvo como objetivo convertir a Nueva York en ese centro. Para ello fueron necesarios personajes megalómanos como el constructor y funcionario público Robert Moses, quien dio forma a esta ciudad. Durante varias décadas, el poder y la influencia de este personaje permanecieron estables pese a los cambios políticos, materializándose en puentes, autopistas y grandes reformas urbanísticas. En parte esto le convirtió en el candidato perfecto para ser el responsable de la Feria Mundial y buscar el apoyo de la iniciativa privada. Si las anteriores Exposiciones Universales tenían como objetivo la colaboración entre naciones, la del 64-65 delegó ese poder en las grandes corporaciones. Así los pabellones de los países compartieron espacio con los de General Motors, Ford Motor Company, General Electric, Pepsi-Cola, Coca-Cola, Travelers Insurance, IBM y AT&T.

Para promocionar a estas compañías estaba la magia del entretenimiento de Walt Disney, el gran artista de la Feria. Su creatividad podía expandirse a través de cualquier medio y su patronazgo era lo suficientemente idealista como para convertir la imaginación en una forma de producción -con su Experimental Prototype Community of Tomorrow (EPCOT), Disney ensayó la posibilidad de una ciudad idílica en la que vivirían sus trabajadores. Sus atracciones, lugares en los que visitantes de todas las edades compartían espacio con personajes automatizados, constituían un encantamiento tecnológico capaz de convertir lo siniestro en algo amable, sencillo y familiar -en su circuito Magic Skyway, los visitantes podían "viajar en el tiempo" y ver dinosaurios montados en un Ford Mustang. Sin embargo, fue su intervención en el pabellón de Pepsi-Cola, patrocinado por Unicef, la que se impuso como consigna definitiva de la Paz Mundial. Se trataba de una atracción en el que naciones y etnias del mundo eran representadas por personajes animatrónicos. En un principio, se pensó que cada pueblo cantara su propio himno nacional, pero la idea fue descartada por Disney, quien encargó a los Sherman Brothers que hicieran un mismo motivo para toda la música. Finalmente, los niños de todas las naciones del mundo cantaron el estribillo "It's a small world after all" [Es un mundo pequeño después de todo].

En la propaganda de esta Feria conviven símbolos de la conquista de nuevos mundos con los de un pasado colonial: simulaciones de la conquista de América se mezclan con simulaciones de la conquista del espacio. Los visitantes que recorrieron los dioramas del hombre en la Luna creados por General Motors debieron fascinarse con el hecho de que la ciencia ficción pareciera ir más allá de las formas meramente recreativas y se presentase como un modo de ordenar el mundo, convirtiéndose en un laboratorio de nuevas narrativas, temporalidades y, ante todo, en la planificación de nuevas formas de gobierno. Como Dorfman y Mattelart escribieron en su célebre libro Para leer al Pato Donald, publicado un año antes del golpe militar del general Pinochet contra el presidente chileno Salvador Allende, la superestructura de los valores que representa Disney supone una amenaza para el socialismo no por ser portavoz del estilo de vida americano, sino porque representa el modo en que los americanos se sueñan a sí mismos. En los años posteriores a la Feria Mundial, la fantasía de Disney se expandiría por todas las casas del mundo, entendiendo que ya no se trataba de someter a las naciones, sino de encantar a sus habitantes; convertir el mundo en un parque temático.

Si muchos eran conscientes de las injerencias del Pato Donald, el sueño americano tampoco podía borrar sus propios traumas. Mientras la televisión retransmitía el asesinato de Kennedy, a policías apaleando afroamericanos y a monjes budistas en llamas, un artista repetía las imágenes del desastre como antídoto al shock. Warhol presentó su primera obra pública en la Feria Mundial, mostrando los rostros de los trece hombres más buscados por el Departamento de la Policía de Nueva York. Quizás como recuerdo nostálgico de su ciudad natal, la industrial Pittsburgh, este artista se mostró entusiasta con la posibilidad de ser como una máquina. El suyo es el espíritu, o la falta de él, de la vida alienada de Nueva York, aquella que representaba la antítesis del ideal de Manrique. Quizás es por eso que Warhol consiguió convertir la ciudad y sus estrellas en una imagen reconocible por todos los habitantes del planeta. También él, un artista de la escena neoyorkina que envidiaba la fama de los pintores del expresionismo abstracto, terminaría convirtiéndose en una imagen genuinamente americana. Como Nueva York, presencia omnipotente, simulacro de sí mismo.

Lo dicho anteriormente nos lleva a la segunda fotografía, la que muestra a Manrique en Park Avenue. Cualquiera que la observe, haya estado allí o no, será capaz de reconocer las calles de Nueva York. En ella aparecen unos edificios de estilo moderno, el 425 Park Ave y el Citibank, realizados en la década de los sesenta por la firma Kahn & Jacobs. El más reconocido de ambos arquitectos fue Ely Jacques Kahn, para el cual trabajó como mecanógrafa la escritora Ayn Rand mientras escribía El manantial. En esta novela, que King Vidor llevaría años más tarde a la gran pantalla, un joven arquitecto lucha contra las convenciones sociales para defender su integridad artística y construir el edificio que sólo él tiene en la cabeza. Es significativo el hecho de que este pensamiento basado en la defensa a ultranza del capitalismo laissez faire fuese desarrollado por una escritora judía rusoamericana. Su animadversión al socialismo, causa y efecto de su exilio, le hizo llevar hasta sus últimas consecuencias el individualismo estadounidense. Su caso representa una síntesis bastarda de la Guerra Fría, y sus ideas, vistas como demasiado radicales por el pensamiento conservador de su momento, serían abrazadas por los conservadores del futuro, los hijos de la fantasía Disney y la Feria Mundial.

Quizás el egoísmo de Rand o el cinismo de Warhol están en las antípodas del humanismo de Manrique, otro habitante ocasional del caleidoscopio de diásporas que es Nueva York. Sin embargo, si no fue una visión fría y racional del mundo, cabría preguntarse, ¿qué se llevó Manrique de esta ciudad? De nuevo, para contestar a las preguntas debemos recurrir a fragmentos de nuestro presente y a la imaginación. De los personajes de esta trama, poco se sabrá de sus sueños, reprimidos o no, pero sí quizás algo del hilo argumental que los unió. Como una muñeca rusa, todo relato personal, nacional o mundial acaba en la amenaza atómica. El terror celeste debía ser en parte una fascinación ante la visión de la inmensidad de la Tierra desde el espacio y, al mismo tiempo, ante la idea de que algo tan pequeño como un átomo podía destruir la vida del planeta. Podemos imaginar que, en algún momento, todos ellos miraron al cielo y pensaron: es un mundo pequeño después de todo.

En la redacción de este texto me han resultado indispensables las conversaciones con Sofía Gallisá Muriente, Gilberto González y Mariano de Santa Ana, a quienes quiero dejar constancia de mi agradecimiento.

*Artista y editor independiente