En el patio del hotel Monopol, en el Puerto de la Cruz, hay una foto de César Manrique (24 de abril de 1919, Arrecife - 25 de septiembre de 1992, Tahíche). La imagen es simbólica por el papel que jugó éste en la creación del Lago Martiánez en la ciudad. El lugar que ocupa en el patio es curioso: rodeado de cuadros elegantes de la familia que gestiona el hotel y de antiguas fotos del Puerto, Manrique aparece como un significante de modernidad, aislado en un espacio que respira un turismo con gustos y estéticas de otros tiempos, más coloniales si se quiere. De hecho, el establecimiento es todo un símbolo de esa primera forma de viaje, reconvertido en turismo de masas.

En medio de aquella transformación Manrique completaba uno de los proyectos turísticos más modernos y emblemáticos de la ciudad portuaria. Pero, ¿qué tipo de modernidad representa Manrique dentro de los parámetros de estos cambios? ¿Es la misma que, paralelamente, va levantando un mundo artificial al sur de la Isla y en otros enclaves? La respuesta obvia es que no. Pero, al igual que en el turismo de masas, la propuesta de Manrique parte al menos del mismo presupuesto: se parecen en el sentido de aquello que impulsa el movimiento desde la base.

En la teorización del turismo se empezó a considerar, hace ya algún tiempo, al fenómeno como una práctica significante que transciende la simple representación banal, ligada directamente al consumo y al placer inmediato. El turismo se basa en aspectos derivados de la modernización en las sociedades industriales que fueron perdiendo su naturaleza, sus tradiciones y por lo tanto su autenticidad. Implica mirar e interactuar con lugares que, en principio, permanecen intactos al impacto del capitalismo. Por supuesto, la ficción que comportan estas prácticas estriba en que la modernidad ha llegado a todos los rincones del planeta, y si no el turismo es el encargado de traerla. Esto provoca la paradoja de que los rasgos auténticos tienen que ser recreados por los nativos.

La trayectoria de Manrique como artista, unida a la implicación cultural y política con su territorio, está marcada por el desplazamiento. Tras su viaje a Nueva York, Manrique vuelve y mira el territorio con otros ojos. Es capaz de situarse en el espacio subjetivo del turista. Esto le permite observar una serie de elementos que hasta entonces le eran imperceptibles. Me arriesgaría a decir que el principal de ellos es que su isla natal, Lanzarote, tiene una naturaleza. (La Isla tiene "una belleza plástica que la gente no entendía" diría).

La noción de naturaleza, que según el sociólogo Raymond Williams es de las más complejas que existen, va cambiando de concepción por los años en que Manrique vuelve a Lanzarote. Aplicándose como rasero la visión romántica, se podría decir que la naturaleza acoge a todos los seres que habitan el lado no humano de este planeta, sumando también todo lo que el androcentrismo moviliza a su periferia: salvajes y mujeres incluidas. La naturaleza, una entidad femenina, se representaba en este romanticismo, que también era eurocéntrico, como distintas formaciones vivientes favorecidas por el verdor de los bosques. Manrique es eficaz en lograr superar esta falacia, al encontrar naturaleza en otras tonalidades no ya verdes, sino rojizas y negras. Con ello descubre algo más: que la cultura también se superpone al entramado de la naturaleza. Esto lo ve claramente al fijarse en la arquitectura popular de su Isla. Pero, a través del turista que trae en su interior, naturaleza y cultura quedan separadas: por un lado "el hombre" (el androcentrismo no tumbado), con sus desatinos, y, por otro, la naturaleza, como una gigantesca fuerza biológica y femenina equilibrada. En un momento dado dice:

En medio de su orgullo, [el hombre] ha querido siempre imponer su sistema a los demás a través de fronteras, banderas, nacionalidades, religiones, sistemas políticos, grupos armados, superestructuras mentales y un largo etc. de recetas sociales y políticas que no tienen nada que ver con los principios elementales y biológicos que rigen la naturaleza, y que han encadenado a la especie a un destino sin norte incapaz de hacernos ver un futuro de felicidad.

Visto así, el turismo de masas adolece de una baja sintonía en la dialéctica que crea con la naturaleza. Lo que corresponde pues es una alternativa, que no puede ir en contra del turismo, pero que puede jugar con los elementos aprendidos del medio rural popular para, unido a su concepción artística, yuxtaponer otra forma en la cual la industria del viaje pueda interaccionar con el territorio. A partir de aquí la historia es ya bastante conocida (el "arte total"); baste decir que es una intervención en lo público bastante inusual, donde las vallas anunciadoras dejaron de existir en el espacio público para dar paso a una amalgama que lleva su marca. No vemos ya la pregonada invasión de lo público por parte de las marcas, ya que Lanzarote se rindió a una sola: la manriquista, que esperaba mostrar que una relación con la naturaleza isleña era posible dentro de la mirada turística.

Pero ¿y si Manrique, el artista nativo, no estuviera más que escenificando el rasgo auténtico que los turistas deseaban ver? ¿Sería entonces la naturaleza un elemento modificable y móvil? Volvamos al Puerto de la Cruz por un segundo: en los mismos años en que se realizan las obras del Lago Martiánez empieza a desarrollarse otro modelo de interacción turístico-territorial, que también ocupa con su propia marca el espacio público, siendo cuasi total su despliegue, y que tenía una definición muy dominante de la naturaleza. La gran diferencia radica en que la naturaleza aquí es entendida decididamente como una entidad móvil, extraña y compartimentada que puede armar la universalidad en el lugar (que ha perdido el sentido de lugar). El Loro Parque, el macroproyecto de zoológico iniciado en el Puerto de la Cruz, jugó y juega un papel muy importante en la configuración de un imaginario "natural" y "auténtico". Hace tiempo contribuyó a colocar una papelera con sus atracciones en cada rincón del norte de Tenerife y es raro no ver pegatinas con su logo fluir por la movilidad privada a través de la red de carreteras de la Isla. Me sabe extraña y perversa esta analogía, pero, al plantearla, comprobamos que ambos modelos nos urgen a repensar el papel de lo entendido como naturaleza bajo la óptica del turismo.

*Profesor de Antropología del turismo en la Escuela Universitaria Iriarte, 2019