"Nuestras relaciones con el mundo tienen directa relación con cómo entendemos ese mundo, y ese entendimiento tiene que ver con lo que hemos sufrido a lo largo de la vida".

Francisco Rodríguez Pino, que vive en Londres desde hace cinco años, nació en Chile en 1989, justo cuando concluía la dictadura militar liderada por el general Augusto Pinochet. Ahora presenta su primera exposición individual en la santacrucera Galería Leyendecker hasta el próximo 12 de mayo, una muestra que lleva por título Al calor del cemento.

Una foto en Instagram que subió un colega artista de una obra suya colgada en el Museo de Arte Contemporáneo en Santiago de Chile el verano del año pasado significó el comienzo de su aventura con la empresa tinerfeña.

Sometido a un exigente ritmo de creación para esta muestra individual, asume que el buen momento del que disfruta se debió a que su entonces pareja ganara una beca para irse a Londres. Él, que siempre había querido trasladarse a Alemania u Holanda como centros culturales para ampliar sus expectativas, decidió acompañarla.

Un máster en pintura y el contacto multicultural con otros creadores fueron suficientes para concienciarse de que la generación de artistas a la que pertenecía en Chile era bastante prejuiciosa con el arte. "En mi país, para ser considerados de manera seria los artistas debían tener una carga política explícita, ya que el arte decorativo comercial estaba desvalorizado". Concibe que "todo arte es político" pero, insiste, "el arte explícitamente político era más valorizado". En este sentido, recuerda que en la universidad la gente se inclinaba por "argumentar, proyectar teóricamente su obra, dejaban de preocuparse del aspecto formal".

Rodríguez observa que el artista chileno joven, sometido a la influencia de Estados Unidos y Europa, intenta encontrarse dentro de esa tradición y diferenciarse, "buscar su singularidad dentro de la pequeña e incipiente tradición chilena". Y es en ese intento de diferenciación, "muchas veces forzoso", cuando cae en lo explícitamente político. "Estamos en una época en la que piensas qué importa el arte, puedes defender una posición política, una tradición, pero qué importa el arte", reivindica.

Este creador que de pequeño se nutrió de horas y horas de animación japonesa emitidas por televisión, admite que series como Akira y Dragon Ball fueron el germen de su afición y profesión. Copiando personajes de la pantalla que le pedían sus amigos y después de los manga, y tras empezar a estudiar un hermano mayor Historia del Arte, se dio cuenta de que pintar no era solo un pasatiempo sino que se puede profesionalizar, "se puede ser adulto y seguir dibujando al mismo tiempo, en vez de elegir un oficio".

Ya en la universidad, descubrió a Rubens, Velázquez... "con maravillosas pinturas", pero no las podía copiar, pero sí a artistas como Toulouse-Lautrec, que se acercaban a la caricatura. Ese estilo es el que retomó después de abandonarlo en la universidad, porque, reitera, "allí todo era político", estaban "amarrados" a esa presión de darle esa carga a la pintura. Según describe, los profesores, que eran artistas durante la dictadura, fomentaban la instalación, pues se consideraba que pintar era muy lento, "muy burgués", por lo que pasarse a la instalación y al arte conceptual "era inmediato y político".

Contrapone Londres, donde el arte joven es bastante democrático, a Chile, donde es clasista, ya que si no se proviene de una familia medianamente reconocida no se toma en consideración. Precisa que las galerías trabajan con artistas de ciertas familias de mejor posición económica porque luego esas mismas familias son las que compran a las galerías esas obras, "se produce un círculo estúpido", que achaca a que en su país no hay mercado del arte.

"Mi generación -prosigue- nació en democracia, y nos enseñaban los viejos artistas conceptualistas, antidictadura, de izquierdas, pero si bien mantuvimos sus posiciones, también estábamos invadidos por la animación japonesa, y ahora por Instagram, internet, y no sabía conciliarlo", hasta que se trasladó a Londres. El hecho de compartir taller y escuela con compañeros de China, Japón, Corea, Estados Unidos, España... "de todas partes, todos con sus propias maneras de trabajar y de enfrentarse a la tela", fue suficiente para que Rodríguez admitiese que "las cosas no eran de una manera, sino que podía ser de cualquier manera, no existía una manera de pintar, tampoco existía una escuela de pintar".

Esta liberación inglesa redundó en la conceptualización de su estilo: la vuelta "a lo que me gustaba, no la caricatura como tal sino esta cosa medio gráfica medio caricaturizada de los personajes", con el trasfondo del paisaje de su infancia, una casa en un barrio semiindustrial de Santiago, con cables, arboledas densas, suelo seco, "mucho cemento", que se calienta enormemente en verano, donde "el sol te quema tanto por arriba como por abajo".

Si bien Londres le permite trabajar y proyectar su trabajo, afirma que sus imágenes son de Chile, como la sensación de caminar por el barrio, que simboliza la alienación en la ciudad, una soledad que no puede explicar y que intenta transmitir en su pintura. Del mismo modo, la memoria de su pasado le permite contar con un archivo mental que incluye películas que vio, libros que leyó, lugares que transitó, que llegan en amalgama a la tela.

En este sentido, admite que cuando pinta no parte desde cero, pues "una tela proviene de la anterior", y que trabaja en más de una pintura al mismo tiempo, repitiendo paleta sin importarle: "Me enriquece porque mis pinturas provienen de una sensación, que tiene que ver con este caminar en una ciudad, pienso en mis trabajos cuando camino, reflexionando mi obra a medida que voy caminando".