Antes de presentarse anoche ante el público, María Joao Pires, considerada como una de las grandes leyendas vivas del piano, quiso vivir con el alumnado de los Conservatorios Profesional y Superior de Música. Con ellos compartió con los que compartió en una animada sesión sobre su experiencia musical, su técnica de trabajo, dando a los futuros músicos canarios valiosísimos consejos sobre cómo transmitir verdadero arte sobre el escenario.

Es parte de su ADN. Siempre Implicada en proyectos corales dirigidos a niños desfavorecidos y otros para crear interacciones entre artistas de diferentes generaciones, Pires afirma que procede de una generación que conoce "la parte sagrada del arte".

La intérprete luso-brasileña concibe la música como un medio "para mejorar el mundo" y no como "patrimonio exclusivo" de quienes acuden a las salas de conciertos.

A esas personas las cautivó con un concierto que llenó de magia el teatro Guimerá, interpretando la "Sonata para piano nº 12", de Mozart; la "Sonata nº 8 en do menor" ("Patética"), de Beethoven, y una selección de "Nocturnos" de Chopin.

Después de muchos años recorriendo los escenarios de todo el mundo, Pires sigue sorprendiendo por su perfecto equilibrio, su excelente refinamiento tímbrico, una perfecta digitación, la sutileza con la que acaricia las teclas, la limpieza de los arpegios, todo un conjunto de cualidades que consiguen que la música fluya de la manera más natural posible.

Esta mujer de apariencia frágil se ha convertido en una de esas pocas artistas capaces de elevar la música clásica a las listas de superventas. Elegante, luchadora, dulce, inquieta y rebelde, feroz y delicada al tiempo, ha aprendido a ser feliz tras superar los 70 años, después de haber apartado de su lado ese sentimiento de ir siempre a contrapunto, de estar continuamente a contracorriente, que la ha mantenido atenazada en ocasiones y que le ha creado una aureola de mujer terrible.

No llega al metro sesenta de estatura, una condición física que la ha obligado a desarrollar una serie de técnicas muy propias y también un modo de ser y de estar que confirma, en buena medida, la afirmación que sostiene el maestro Daniel Barenboim: que el piano no se toca con las manos, sino con la cabeza.