SEGÚN me contó, desde los seis años ya andaba de la mano de don Luis, su maestro en la escuela de la carretera de El Sauzal. Y prácticamente no recordaba nada de su vida antes de la aparición de este personaje, casi un padre adoptivo. Eligio del Castillo fue durante toda su existencia un hombre humilde, espabilado y con ese aire desconfiado y socarrón de quien ha visto de todo y ha hecho de todo en aquel Sauzal de antes, el de la miseria y el abandono. Con buena memoria nos relató a Fernando Álamo y al que esto escribe cómo había sido su vida arqueológica al lado del maestro, Luis Diego Cuscoy, el que fuera primer director del Museo Arqueológico de Tenerife. Su relación con don Luis, como le llamó siempre, sería complicada y difícil de entender para las nuevas generaciones; eran otra isla, otro tiempo y otra sociedad. Realmente fue una relación más propia de un sistema estamental, donde el respeto y la distancia se confundían con la admiración y el paternalismo. Los que superan los cuarenta y tantos y visitaron el viejo Museo Arqueológico de Tenerife, el del edificio del Cabildo, lo recordarán uniformado de conserje en la puerta de acceso al museo, sentado contando las "rubias" -pesetas- y en ocasiones haciendo de improvisado guía a despistados que no tenían muy claro aquello que estaban observando en las viejas vitrinas.

Eligio fue el ayudante que discretamente acompañaba a Cuscoy a todos los sitios, y por este sencillo motivo aparece en las fotografías y películas de la época en un plano secundario; estos secundarios de la vida que muchas veces no tienen quien les escriba. Secundarios pero imprescindibles. Prácticamente todos los hallazgos arqueológicos de las miles de prospecciones que realizó el equipo del Museo Arqueológico de Tenerife durante los años en los que fue dirigido por Cuscoy son en gran medida obra suya. Entiéndase esto que escribo sin ningún demérito para Cuscoy, que era, lógicamente, quien planificaba y escogía el territorio a prospectar. Estamos hablando del hombre de la acción prospectora; quien iba y venía, levantaba piedras, se metía en la cueva, se descolgaba al precipicio, salía y volvía a subir a la loma, a la degollada, a la colada lávica, al morro, en fin, el todoterreno que simplifica y administra esfuerzos en el campo isleño; el imprescindible, el que no tenía vértigo a nada. Ese fue el papel que le tocó interpretar a Eligio en la película arqueológica tinerfeña durante buena parte del siglo XX, y desde luego lo bordó.

Cuando fui becario del Museo Arqueológico, hace ya más de veinte años, le escuché hablar con cierta amargura del final del museo que él había ayudado a construir con tanto esfuerzo y del que se sentía bastante orgulloso; el museo -aseveraba categóricamente- le había dado sentido real a su vida. "Los que están entrando ahora -me decía- no están respetando nada de lo que hemos hecho don Luis y yo aquí; desprecian nuestro trabajo y nuestro esfuerzo. Me temo, muchacho, que nadie se acordará de nosotros cuando no estemos; esta isla es muy jodida", decía. Ingenuamente le dije que eso era imposible y que ya se ocuparía la historia de la arqueología en ponerlos en el lugar que les correspondía, que a mi parecer era bastante importante. Se sonreía.

Ahora que no está, me apena no haber conversado más con él; ni siquiera le informé de la presentación del libro "44 años de historia de la arqueología canaria", que reúne bastante de su callada y discreta labor arqueológica junto a Cuscoy. Por lo menos me queda aquella grabación que le hicimos en su casa junto con el amigo Fernando al poco de su jubilación en la que añoraba las durísimas prospecciones en las Cañadas del Teide durante los años cuarenta y cincuenta. Supongo que le recordaba a su juventud y lo pasaba bien durmiendo al raso.

Me cuentan que murió en la clínica La Colina el 29 de diciembre del año pasado, con la tranquilidad que da haber vivido largamente sin demasiadas preocupaciones intelectuales y vitales; sosegado, desafiando al último vértigo del precipicio final y con la satisfacción del deber cumplido. Estoy casi seguro de que ninguno de los que lo vio morir sabía que sobre aquella cama de hospital se cerraba un capítulo de la historia arqueológica tinerfeña, ya irrepetible. Que la tierra te sea leve, mi viejo amigo Eligio, ya puedes irte tranquilo, los libros te citan y eso te ofrece la inmortalidad; como a los dioses guanches que tanto te afanaste en buscar.

* Del Departamento de Prehistoria de la ULL