Cuenta Antonio Muñoz Molina en su libro "Todo lo que era sólido", de 2013, cómo nadie prestaba atención a la metáfora de la burbuja inmobiliaria. Se negaba lo real: no nos afectaba. Y narra incluso cómo "un economista muy célebre y muy respetado escribió en enero de 2007 que en todo caso la burbuja, si existiera, se pincharía gradualmente". Pero, como bien cuestiona el académico español, "no hay manera de que se pinche gradualmente una burbuja". Mi pregunta es: ¿no estará sucediendo lo mismo con la ética?

Porque ante lo catastrófico, el avestruz esconde la cabeza bajo tierra: otra tremenda imagen, otro funesto engaño. De modo contrario, Claudio Magris escribe: "La esperanza no nace de una visión del mundo tranquilizadora y optimista, sino de la laceración de la existencia vivida y padecida sin velos, que crea una irreprimible necesidad de rescate". Y aún llegará más allá, y nos advertirá del peligro de sustituir un verdadero resurgir ético por unas gelatinosas ideologías débiles.

También Madame de Staël afirmaba que "lo más grande que el hombre ha hecho lo debe al sentimiento doloroso de lo incompleto de su destino". Por cierto, que esta cita impresionaba a Ortega y Gasset y la recoge en su "Meditaciones del Quijote". Y también, el propio pensador español subrayaba la misma idea: "No espero nada del hombre satisfecho, que no siente la falta de algo más allá de él". O sea, que podemos caer en lo más abyecto si no aspiramos a la perfección moral.

En consecuencia, el remedio no pasa solo por recordar lo que se debería hacer, como bienintencionadamente hace Muñoz Molina en su obra -"el estudiante que estudie (...). El profesor que enseñe, el padre o la madre que sean padre y madre y no aspirantes a colegas o halagadores permanentes de sus niños..."-, porque todo eso, estando bien, necesita de mucho más, de la recuperación de un discurso ético fuerte sin el cual quedaría falto de motivación, de raíz sobre la que alimentarse.

¿Qué soluciones podrían sugerirse? Potenciar todas las fuentes posibles de moralidad sin despreciar ni una sola: ética y religión, filosofía, historia del arte y aportaciones de todas las tradiciones culturales. Ya basta de tanto señalar los errores de los discursos morales fuertes, religiosos o filosóficos: ¿no habrá llegado la hora de subrayar con fuerza todas sus aportaciones y alentarlas? Decía Julián Marías que "se podría comprobar cómo los grandes quebrantos de la humanidad han coincidido con situaciones deficientes de la filosofía". Y lo mismo se podría afirmar de la religión, la cual -al menos en occidente es obvio- ha aprendido de sus errores históricos (la católica, incluso, ha pedido perdón público).

¿Qué lógica encierra reducir la asignatura de filosofía en los estudios de bachiller? ¿Qué sentido tiene, en una frágil situación de profunda crisis moral, seguir manteniendo un discurso político cargado de resabios decimonónicos que no reconoce como fuente de moral a la religión? ¿No habrá llegado la hora de superar prejuicios, ante un horizonte posible de pinchazo de nuestras bases civilizatorias?

Además, si se obvia el apoyo de la moral en la búsqueda de la verdad, el bien y la belleza clásicas o en el decálogo religioso -no robar, no mentir, etc.- o en el sentido del deber, por ejemplo, se acabará intentando apoyar lo ético en otras creencias mucho más pobres y movedizas.

Un caso paradigmático: Jürgen Habermas ha explicado que los déficits de motivación de muchos ciudadanos para implicarse en las sociedades democráticas pueden solventarse recurriendo al potencial de las cosmovisiones religiosas. Así, el padre de la filosofía del consenso, sin abdicar de su posición agnóstica y postmetafísica, lleva algunos años defendiendo la dimensión pública de las creencias.

"Consérvense en mis labios las canciones, / muchas y muy ruidosas y con muchos acordes. / Por si vinieran tiempos de silencio". Qué bien expone el poema de Raquel Lanseros la preciosa tarea de prevenir el pinchazo ético.

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