Un baile sin fin en la noche de Dakar
La capital senegalesa presenta una oferta de ocio para perderse en sus puestas de sol y mover el cuerpo al ritmo del ‘afro tech’

Decenas de jóvenes sobre la arena de la playa al atardecer. / Martina Andrés
Por fin en Dakar. La capital senegalesa recibe en abril con aires nocturnos y frescos que acompañan por la ventanilla del taxi que me lleva del aeropuerto a la ciudad. Dakar, a solo dos horas y veinte en un vuelo directo con Binter desde Las Palmas de Gran Canaria. Dos orillas hermanas que están tan cerca y tan lejos a la vez, que vibran bajo la espuma del Atlántico que las acaricia.
Por la mañana, el café touba a 100 francos CFA -15 céntimos- es el mejor aliado para arrancar. Los coches van de un lado a otro arropados por vendedores ambulantes en cualquier esquina o semáforo. En una calle lo mismo te encuentras a unas cabras durmiendo la siesta en una esquina, a un chico que vende un sofá de terciopelo precioso o a un señor lavando su coche con una pistola de agua a presión. Es jueves y como en cualquier otra gran ciudad, cuando termina la jornada laboral, el cuerpo ya pide disfrutar ante la promesa del fin de semana a la vuelta de la esquina.

Bullicio callejero en uno de los mercados de Dakar. / Martina Andrés
Atardecer naranja
Para empezar, un paseo por la Route de la Corniche, escuchando el sonido de las olas y mirando a las parejas que andan de la mano o las familias que se apean en el espigón. Felicidad de color naranja.
Tampoco faltan los amigos que quedan para correr o hacer deporte, sobre la arena de la playa o por el camino que acompaña a la línea de costa. Mientras tanto, las siluetas de los edificios y de una noria se observan recortadas al fondo, el sol como un pomelo gigante que empieza a caer con su redondez perfecta, cada vez más cerca del horizonte. Es la mejor forma de reposar los pensamientos del día: la observación pausada de la cotidianidad, más café touba, escuchar de fondo la música que marca el ritmo de las sentadillas y las conversaciones en wolof.

Zona de ocio en el barrio de Dakar -Plateau. / Martina Andrés
Gracias
Jërëjëf (gracias) es la única palabra que consigo aprender en estos pocos días en Senegal, la misma que le digo a la camarera cuando pone la cerveza Flag sobre la mesa en un bar del barrio de Fann Hock. Desde allí una buena idea es coger un Yango (app de taxis que se usa en la ciudad) dirección Plateau, uno de los corazones de la capital en el que se encuentran el Palacio Presidencial o el Gran Teatro Nacional Daniel Soriano.
Pero esta noche no vamos ahí. Hoy toca Jeudi (jueves) de Trames, una azotea en la que la gente local se mezcla con los expatriados al ritmo de la música por 3.000 francos -4,50 euros- la entrada.

Djs, en un local de Trames, en Dakar. / Martina Andrés
Música para bailar
En la barra hay varios chicos haciendo cócteles a toda velocidad. Mejor otra Flag. “Oigan, voy delante a mirar un momento”, digo, y ese “momento” se transforma en tres horas de cardio intenso con amapiano, afrobeat o afro tech -entre otros estilos- sonando gracias a las manos de Jay Dijon (Dj residente en Trames) y Saladiaga.
En primera fila, la música posee a varios chavales que mueven el cuerpo como guiados por una coreografía que solo ellos conocen. No queda otra que seguirlos, con la luna brillando casi llena sobre los edificios que nos rodean y las luces amarillas, verdes y rojas que forman la bandera senegalesa en la plaza de abajo.
Alguien me quita la cerveza de una mano y me agarra las dos para seguir el ritmo. Es imposible dejar de moverse en la noche de Dakar, el cuerpo es libre y no hace falta saber para fluir en la marabunta de gente que se agolpa delante de los Djs, jaleando y aplaudiendo. Y de repente la vida es eso: una pinchada que suena a África y un baile que no quieres que llegue a su fin.
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