Apenas llevo cinco días con la cantina abierta y ya tengo a los restaurantes cercanos cabreados porque, mientras ellos tienen su clientela habitual, mi negocio está todas las noches de bote en bote pero ¿qué culpa tengo yo de que mi madre se mande unas garbanzas rellenas que quitan incluso la covid?

Los hay hasta que se adelantan. Acaba de llamarme mi amigo Gilberto González, diseñador, letrista, artesano... un hombre que derrocha carnaval por todos lados para reservarme una mesa para el sábado por la noche, cuando acabe el concurso de rondallas en el Guimerá. Le invité a una cuarta porque siempre me agrada hablar con él, especialmente de los carnavales de antes. De aquellos en los que el Guimerá tenía su protagonismo, de los concursos en la Plaza de Toros, de las agrupaciones familiares cantando en las cabalgatas, de las murgas infantiles desfilando como dios manda, de los concursos de disfraces en la Plaza del Príncipe. ¡Qué poca memoria carnavalera tenemos y cuánto desconocimiento acerca de nuestra fiesta más importante!, me decía Gilberto mojando pan sin parar en el mejunje que le pone mi viejita a las garbanzas. Cuánto ha desaparecido de aquel carnaval que tanto añoramos, desde los majestuosos escenarios hasta las imponentes carrozas pasando por las entrañables mascaritas o su proyección internacional. Quizás es que el carnaval, como hemos dicho alguna vez, es un reflejo de la sociedad y la fiesta evoluciona al ritmo que el día a día y las circunstancias del momento imponen. Una pena.

A mi me encantaría volver al pasado, aunque sea solo un momento, vestirme con cuatro trapos, cubrirme la cara cual Tapadas del siglo XVIII, irme a bailar a la Plaza Candelaria, vacilarme del primer conocido que me encuentre y, olvidándome del covid decirle: ¿Me conoces mascarilla?