Menos mal que le hice caso a mi amigo Paco El Tarumba cuando me aconsejó que no abriese mi cantina el sábado y la dejase para ayer, domingo, porque si no se me iba a desbordar de clientes, no de los que disfrutan echando una buena conversa de Carnaval, sino de los que querían ver la final de la Champions, cohetes en mano por si ganaba su equipo, cosa que solo hacen cuando juega el Madrid o el Barcelona y nunca el Tenerife.

Antes de abrir al público, me fui a la comunión de mi sobrino y he de reconocer que, durante la homilía, se me fue el santo al cielo –nunca mejor dicho–, pensando en toda esa gente que afirma que es una locura hacer un carnaval en pleno mes de junio, que era mejor dejarlo para el 2023 y hacer una fiesta como dios manda, con la cabalgata el viernes y el entierro de la sardina el miércoles de ceniza. Honestamente, creo que ha sido un acierto, porque la gente tiene unas ganas de Carnaval tremendas. Cierto es que la pandemia vivida no es ninguna tontería y que son muchas las familias que han perdido a un ser querido, pero, para bien o para mal, la vida continúa y si había una oportunidad de hacer una, digamos, versión reducida de nuestra fiesta más importante, ¿por qué no aprovecharla? Es más, la gente está cansada de la pandemia, de mascarillas, del virus, de normas que no hay quien entienda. ¿Por qué no dar rienda suelta a la diversión en la calle, al entretenimiento de los concursos, a la originalidad de los disfraces y aliviar el daño que nos ha hecho tanta cuarentena por contagios y por contactos directos o indirectos, teniendo que encerrarnos en casa, algunos en más de una ocasión?

Pensando en eso, en la necesidad de un desahogo y de olvidarnos de los casi dos annus horribilis que hemos vivido, volví a centrarme en la ceremonia y, sin venir a cuento, respondí yo solo, en medio de la homilía del cura, con un «es justo y necesario».