Ayer pasó por mi cantina un huracán. No eran las doce del mediodía cuando empezó a entrar gente disfrazada, con unas ganas de juerga brutal, que empezó a devorar las garbanzas de mi madre, y el caldo de Ravelo que tengo en mi negocio, como si hoy fuera el fin del mundo. Fue tremendo.

A pesar del palizón que me dieron, no podía ocultar mi alegría porque, la calima, el viento y el mal tiempo se olvidaron de nosotros y pudimos disfrutar de una piñata en condiciones. Por fin se pudo salir a la calle en masa a bailar hasta las tantas; el que quiso echarse alguito en uno de esos quioscos que vienen de la península, tuvo la oportunidad de dejarse clavar por un pincho y una caña; aquel padre de cuatro hijos que andaba ansioso por llevar a los niños a la feria, pudo ampliar la hipoteca y pasar una tarde de entretenimiento con ellos; las orquestas pudieron sonar con fuerza; la gente pudo abarrotar las calles; quien tenía curiosidad por estrenar los nuevos urinarios de este año pudo hacerlo las veces que quiso; los noveleros pudieron bailar sin parar, sin miedo a respirar la tierra que se le metió en los bronquios el domingo pasado; incluso pudimos ver a aquel Bambón hablando con un Zeta Zeta, o a aquella Burlona compartiendo una caña con una Marchilonga; o al solista del Cabo fundiéndose en un abrazo con el del Orfeón, o a un Rumbero marcándose unos pasos con aquella amiga de Los Cariocas. Cuánto me gusta el Carnaval de Día, me encanta ver a familias enteras saliendo a la calle a disfrutar y a inculcar a los niños el amor por una fiesta que es nuestra, que está viva y que debe perdurar por los siglos de los siglos.

La que no perdurará abierta será mi cantina, que además debo dejarla bien limpia para mañana proceder a su cierre. Mientras, toca disfrutar de los últimos coletazos de un Carnaval, quizás para olvidar, en el que, por fin, este fin de semana, la calle ha sido la gran protagonista.