El paréntesis del jueves, me dio margen para tener mi cantina preparada para afrontar la locura que supone el Carnaval en la calle. Tres contenedores de cuarenta pies repletos de garbanzas de las de mi madre y veinte camiones cisterna de vino tinto de Ravelo, hacían presagiar anoche que, la fiesta, ya se había adueñado de nuestras calles.

Y como tenía tiempo suficiente, antes de abrir, me fui a la escalera de la iglesia del Pilar, trono desde el que me gusta cada año contemplar la cabalgata anunciadora y desde el que puedo saludar a los participantes que siempre busco en el desfile. Y empezaron a bajar carrozas, reinas y damas, murgas infantiles, adultas, rondallas, comparsas y agrupaciones, máscaras y coches engalanados... y fue entre los grupos coreográficos cuando, al ver a los personajes del Carnaval, mi corazón lo buscó y mi cabeza me recordó que ya no estaba. Y me disfrazó el silencio. Mi mente viajó entonces al Guimerá de los setenta y allí si estaba él, con su bombín y su bastón, entregando el clavel rojo a su bella bailarina; y recordé aquella celebración en Río de Janeiro en la que, convertido en embajador de nuestro Carnaval, arrancó la ovación de la noche al entrar, del brazo de su amada Victoria, en aquel enorme salón repleto de invitados. Y me envolvió la añoranza al revivir nuestro último cortado en el quiosco de la Paz, en aquellos años en los que su andar, y su mirada, ya reflejaba el paso de tantas décadas de inmenso amor a nuestra fiesta.

No pude evitar esbozar una sonrisa al pensar que allí arriba estará con Miss Peggy, desfilando quizás detrás de la murga dirigida por Enrique González, a la que Oscar le hizo las trompetas y el Suspi le elaboró el cancionero, cuya marcha se mezcla con la batucadas de Monzón y del Chamo, a la salida de aquella gala celestial que dirigió José Tamayo. Seguro que estará también, mi eterno amigo Compinche.

Y al término de la cabalgata volví a mi cantina, recordando aquel Carnaval y de vuelta a la realidad, soñando entre Candilejas.