Después de cerrar anoche mi cantina, me senté en una banqueta a escuchar algunos mensajes que tenía en el móvil. Uno era de mi viejita; quería decirme que, por hacer algo distinto, está maquinando una receta que será la bomba: "Garbanzas rellenas de conejo en salmorejo". Me dice que dan un trabajo brutal, porque hay que rellenarlas una a una, pero que mis clientes lo agradecerán. Y es que cuando se pone a innovar, no le gana ni el concejal de Fiestas.

Se lo conté a Gilberto, enamorado del condumio de mi madre, que apuraba la última cuarta antes de marcharse. Me recordó que hoy domingo no vendría por aquí porque hay concurso de rondallas, de las que en ocasiones ha sido diseñador, y no se lo quiere perder; si no fuera porque no puedo cerrar mi cantina, yo tampoco me lo perdería. Recuerdo la primera vez que vi un concurso, en aquellos años de hegemonía del Orfeón La Paz. Siempre he dicho que fue uno de los grandes descubrimientos de mi época de gerente de Fiestas: Un concurso majestuoso, elegante, de una solemnidad que ponía los pelos de punta. Recuerdo mi charla con aquel miembro del jurado que, venido de Sevilla, permanecía con la boca abierta disfrutando de la actuación de un Orfeón que, según su opinión, no solo había elegido los fragmentos más difíciles de las obras a interpretar, sino que los habían ejecutado a la perfección. Yo no salía de mi asombro. Tanto me impactaba la presencia señorial de la rondalla en el escenario, como el retumbar de unas voces acunadas por el silencio respetuoso de un auditorio lleno hasta la bandera.

Hoy en día es la rondalla El Cabo el "enemigo" a batir en un concurso que ha ganado enteros, no solo por la incertidumbre de los premios, sino por otros detalles como la irrupción de un tema en su repertorio de libre elección, con el que las rondallas se atreven a innovar. No cerraré mi negocio, pero estaré pendiente a la tele para ver cómo, un año más, nuestros grupos más genuinos nos deleitarán con ese entrañable híbrido de lírica y Carnaval.