La vacuna

La vacuna / LP/DLP
Lara de Armas Moreno
Recientemente hemos podido comprobar por nosotros mismos cómo una epidemia puede convertirse rápidamente en una pandemia. Hubo un tiempo en el que la plaga más temida fue la de la viruela, una enfermedad infecciosa muy contagiosa y con alto riesgo de muerte causada por el virus Variola. La Organización Mundial de la Salud (OMS) certificó la erradicación de la enfermedad en 1980, al documentar el último caso en 1977. Los síntomas incluían fiebres y vómitos, llagas y erupciones cutáneas y, en algunos casos, ceguera.
Aunque se desconoce su origen, se tienen evidencias de su existencia ya en restos de momias egipcias del siglo III a.C.. El origen de las vacunas modernas podría situarse en la China del siglo VI a.C.. Según Tucídides, practicaban un tipo de inoculación en el que hacían aspirar por la nariz costras de enfermos para evitar los estragos de la enfermedad.
El primer documento escrito que habla de la inoculación como método para erradicar una enfermedad data del siglo XI. Al parecer, una monja budista escribió El tratamiento adecuado de la viruela, en el que registró su procedimiento. Consistía en soplar el polvo de costras secas mezcladas con algunas plantas mediante un tubo a las fosas nasales del paciente. Otro libro chino del mismo periodo, El espejo dorado de la Medicina, aconsejaba introducir en los orificios nasales un trozo de algodón empapado en pus de pústulas de enfermos leves o poner a un niño las ropas usadas de un enfermo.
La vacuna tal y como la conocemos hoy se la debemos a Edward Jenner. Sin embargo, Lady Mary Wortley Montagu tuvo mucho que ver con su expansión por Europa. Fue la esposa del embajador británico en Estambul, lord Montagu. Lady Mary había sufrido viruela, al igual que su hermano, que murió a causa de la enfermedad. Ella sobrevivió, pero quedó desfigurada.
Desde que llegó a Estambul, puso todos sus esfuerzos en aprender turco e hizo nuevas amistades que le enseñaron a infectarse deliberadamente con pus de enfermos de viruela para sufrir la enfermedad de manera más leve. La mujer del embajador afirmó: «Soy lo bastante patriota como para tomarme la molestia de llevar esta útil invención a Inglaterra y tratar de imponerla».
Esta forma de inocular ya existía en Europa, pero era poco conocida. El método se conoce como variolización y, entre el 1% y el 3% de los inoculados, contraían la enfermedad de manera grave y terminaban muriendo.
Edward Jenner nació en 1749 en Reino Unido. Desde joven se puso bajo las órdenes de un cirujano y practicó hasta unirse a la asociación médica de su comunidad. Edward padeció viruela de pequeño y le quedaron secuelas. Aunque su verdadera pasión fue el estudio de la migración de ciertas aves, su intención siempre fue buscar una cura para la enfermedad que casi lo había matado, pero una sin tantos riesgos como la variolización.
Algunos estudios previos habían mostrado que la viruela de las vacas podía ayudar con la inmunización de la viruela, pero la teoría estaba aún sin probar. Jenner decidió centrar sus investigaciones en las vacas y en las personas que las ordeñaban y cuidaban. Gracias a su estudio, se percató de que los ganaderos y ganaderas que tocaban las pústulas de las ubres de las vacas que sufrían viruela bovina desarrollaban ampollas en las manos. Sin embargo, cuando contraían la variante humana, no caían enfermos.
Por ello, decidió en 1796 llevar su estudio a la práctica. Escogió al hijo de su jardinero, un niño llamado James Phipps, y le inoculó con pus extraída de las ampollas de una campesina que ordeñaba vacas con la viruela bovina. El niño estuvo levemente enfermo unos días y después se recuperó por completo. Al cabo de unas semanas, Jenner volvió a infectar al chico, pero esta vez con la cepa humana. El pequeño James no cayó enfermo.
Jenner repitió el procedimiento con 22 personas más y concluyó el experimento con un éxito del 100%, abriendo así la vía a futuras vacunas contra enfermedades humanas mediante la debilitación de los microorganismos para hacerlas menos letales.
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