Tratado del combate
«Maribel Nazco ha lanzado un puñado de flechas, las ha entregado al aire y ha dejado que alcancen la caza, alcancen su propio conocimiento, su propio cuerpo encarnado en diana»

Una de las obras de Maribel Nazco. / La Provincia
Alejandro Krawietz
¿Cuántas metáforas convergen sobre el círculo de la diana? ¿Cuántas imágenes no es capaz de crear por sí misma -desde la nada, entonces- la circunferencia que representa el blanco, el cosmos, el universo como posibilidad y, más aún, su mismísimo -imposible, inapresable- centro? No conviene, en el caso de estas pinturas de Maribel Nazco, entretenerse demasiado tiempo en la especulación: ella va directa al objetivo desde el mismo momento en que comienza, estado de gracia, la danza de la flecha en el viento, su tratado del combate. Nazco hace, en realidad, lo mismo que ha hecho siempre: indagar, dejar que su mirada centellee a través de los entresijos de la materia, a través del aire, sin preocuparse por si al final acabará por comprender aquello que la intuición le dictó. «Porque lo que siempre me ha parecido más divertido, lo más interesante, es iniciar acciones, procesos, trabajos que no tienes ni la más remota idea de dónde te van a llevar», decía, no hace tanto, en una entrevista. Pero añadía, sin alharacas -sabia y precisa como lo son quienes así se aventuran, sin miedos, en los viajes del alto conocimiento, en los intersticios del gran drama humano-, «para eso necesitas dos herramientas: la vocación y el conocimiento».
Maribel Nazco ha lanzado un puñado de flechas, las ha entregado al aire, ha contemplado su vuelo, ha tomado conciencia del tiro, ha condescendido con la idea de transformarse en su propio blanco, ha perseverado en la idea de desplazarse en el espacio y acudir hacia el centro, y finalmente, ha dejado que sus flechas alcancen la caza, se posen en la superficie de la materia, alcancen su propio conocimiento, su propio cuerpo encarnado en diana. En el juego -jugado hasta el final- de la existencia en el tiempo, de la existencia para la muerte, entonces, cada flecha lanzada es una pregunta, y cada flecha llegada a su destino, una respuesta. ¿Por qué ahora, Maribel Nazco, en el lugar de tu más alta madurez, estas dianas atravesadas, estas flechas enviadas, estos disparos certeros, atrapados en el instante de su intenso reposo? No conviene frivolizar con la anécdota: cuando en la superficie de la pintura aparece el disparo con arco, hay una voluntad de definir, de comprender el chasquido del desgarro. Hay una pregunta que resuena a través del aire dividido: una construcción del daño que crea, de la herida que se hace carne, que se hace cuerpo, un vacío que se vuelve materia. Dice Yves Bonnefoy: «Perdido. A unos pasos, no obstante, de la casa, a poco más de tres tiros de piedra. / Donde la flecha, disparada al azar, cae». Sólo que el azar no existe aquí. Cuando la flecha se lanza aparece siempre un final de camino. Y en ese final, la flecha atraviesa. La flecha fabrica su blanco, allí donde atraviesa. Hace su trabajo. Construye su desgarro. Fabrica con el hilo de su abdomen, con el hilo de su trazo (araña, madre), su grumo de dolor. Dice Eugen Herrigel: «con el extremo superior del arco, el arquero perfora el cielo; en el extremo inferior está suspendida, con un hilo de seda, la tierra». Es esta la verdad de la arquera, la verdad del humano, fatalmente situado en el centro entre la tierra y el cielo, en la zona de tensión que media entre el tiempo y la muerte, entre el lugar y el tiempo. Dice Herrigel: «el arquero apunta a sí mismo […] y entonces tal vez haga blanco en sí mismo». Y dice Bonnefoy: «Soy el cielo, la tierra».
Es imposible no ver en estas pinturas -pienso en Diana en majestad, Cruce de flechas o, sobre todo, en aquella en la que una diana-planeta ha sido ya atravesada por los dardos y estos han sido nuevamente arrancados (Sin título, 2023)- la superficie dañada del vacío y la promesa de la materia en el cosmos. Imposible no ver ahí, en esa luna pálida, en esas dianas ciegas, superpuesto, voraz, el cielo estrellado en el que el tiempo -la flecha- se aventura en su propio movimiento detenido, en su largo -íntimo- vuelo sin principio y sin fin. Resulta imposible no ver ahí, en los círculos concéntricos, translúcidos, a la vez, la herida en el cuerpo, la rasgadura en la materia, el corte que avisa. La herida humana de la muerte, porque la muerte es la herida humana.
En estas imágenes que nos propone Nazco, el campo de la diana es el cosmos, rodeado de vacíos, de oscuras nebulosas, y las heridas, los golpes de la flecha, son estrellas nacientes, fibra que surge. Promesa. La pintora nos ofrece en sus dianas, entonces, una reflexión sobre la muerte, sobre la posibilidad de la resurrección a través del lenguaje, de la expresión, de la capacidad del humano para imaginar una salida: sí, ¡una diana donde la flecha del tiempo cae! Así, la alegría de la flecha cazadora se transforma en el drama de la vida en el tiempo. Ante nuestros ojos, en el instante que dura el vuelo, el vuelo de la imaginación se hace materia.
¿Cabe decir, entonces, que todas las flechas lanzadas, y todas las flechas recibidas (la arquera, la amazona, es aquí su propio blanco, ella lanza el disparo y ella lo recibe) van, sin saberlo, centelleantes, fiadas a la vocación y el conocimiento, a dar con el cuerpo, a clavarse sobre el San Sebastián que podría ser hijo y padre, que podría ser, y es, a la vez, el hijo y todos los hombres? Maribel Nazco se duele aquí, se llaga: ella es la diana y la arquera, la flecha y el aire, el arco y el cosmos. Así, construye, anticipa y renueva el drama del cuerpo, el drama de la carne que habita en el tiempo, el drama de la caída del tiempo en el que, según las palabras de Campbell, todo lo que muere se convierte en padre. Maribel Nazco ha volado demasiado lejos esta vez: justo hasta el centro del tiempo. Justo hasta el centro del tiempo que habita en el cuerpo de los humanos. Demos gracias.
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