Radiografía de una crisis
A un año de su 60 aniversario vuelve ‘Persona’, una de las películas más incómodas, lúcidas e inquietantes de Ingmar Bergman editada en soporte digital por el sello A contracorriente

Liv Ullman, protagonista de ‘Persona’, en fotogramas de la película. / La Provincia
Claudio Utrera
En la memoria de cualquier buen amante del cine se alojan numerosas experiencias fílmicas que no sólo han contribuido a ensanchar su acervo cultural sino incluso a incrementar su relación directa, tanto en el plano interior como en el exterior, con lo que se ha dado en denominar la condición humana. Es decir, que las lecciones que nos brindan determinadas películas, como es el caso, por ejemplo, de muchas de las que integran la formidable filmografía de Ingmar Bergman, de Kenji Mizoguchi, de Carl T. Dreyer, de Robert Bresson, de Luis Buñuel, de Jean-Luc Godard, de Andréi Tarkovski o de Yasuhiro Ozu, conservan la insólita virtud de servirnos de espejo a nuestra más íntima y profunda noción de nuestro papel en el mundo. Pero el primer ejemplo cobra una doble dimensión cuando centramos nuestro análisis en ese prodigioso ejercicio de introspección psicológica que constituye, sin la menor duda, Persona (Persona, 1966), que en 2026 cumple sesenta años de historia, razón por la cual la distribuidora catalana A Contracorriente acaba de editar una nueva versión restaurada de la mítica cinta, lo mismo que hará próximamente con otros títulos memorables escritos y/o dirigidos por el legendario cineasta sueco.
La película fue exhibida en España algunos años después de su estreno internacional merced a la tímida apertura que experimentaría en aquel tiempo la censura franquista y de los denominados cines «de arte y ensayo» en los que se refugiaban muchos de los estrenos cinematográficos más controvertidos del momento con la consabida bendición del ancien régime. En aquel mismo año se estrenaban, bajo esa fórmula de compromiso censor cintas del calado artístico de Andrei Rubliov (Andrei Rubliov), de Andrei Tarkovski; Faraón (Faraon), de Jerzy Kawarelovich; El joven Törless (El joven Törless), de Volker Schlöndorff; Las margaritas (Sedmikrasky), de Vera Chytilova; Trenes rigurosamente controlados (Ostre Sledovane vlaky), de Jiri Menzel o La batalla de Argel (La Bataille d’Alger), de Gillo Pontecorvo.
Un año por lo tanto muy pródigo en películas, como la de Bergman, hambrientas de ruptura tanto a escala temática como de innovación formal. Lo que hace Bergman en Persona, al contrario que los astutos manejos formales de un cineasta, por otra parte tan rompedor, pongamos por caso, como su coetáneo Jean-Luc Godard, es absorber totalmente la atención del espectador: las secuencias anteriores a los genéricos, por ejemplo, y las de los mismos genéricos sorprenden e inquietan más que distancian; toda la ficción que sigue a estas secuencias no impide, en modo alguno, una ruptura con el relato sino que se integra plenamente en su singular contexto narrativo, desatando la consiguiente estupefacción entre un público poco familiarizado con tamaños guiños a la modernidad. Guiños que, contemplados hoy, no generan, naturalmente, las mismas reacciones que provocaron hace diez lustros pero sí que revelan el fuerte impulso renovador de un cineasta abierto, desde sus orígenes, a cualquier tipo de experimentación frente a un panorama cinematográfico internacional presidido por un fuerte sesgo conservador.
Representar lo irrepresentable; buscar lo inencontrable; indagar en las zonas más sombrías del alma humana; explorar los contornos de la voluntad de los personajes. Así es como calificaba el prestigioso crítico e historiador canadiense Robin Wood ese denso e inclemente ejercicio de experimentación que preside cada secuencia de Persona (Persona), la película más doliente, amarga y compleja del genial cineasta escandinavo, cuya admirable capacidad para la exploración psicológica de la mujer contemporánea lo situó en la vanguardia del mejor cine europeo desde su debut en 1944 como guionista en Tortura (Hets), dirigida por Alf Sjöverg, película que ya apuntaba algunas de las obsesiones más recurrentes en la futura filmografía de este director, como años más tarde quedara reflejado en títulos de la enjundia emocional de La vergüenza (Sckammen, 1968); Pasión (En Passion, 1969); Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1973); Secretos de un matrimonio (Scener ur ett Äktenskap, 1973); Cara a cara… al desnudo (Ansikte mot ansikte, 1976); Sonata de otoño (The Autumn Sonata, 1978) Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982) o Saraband (Sarabande, 2003)
Bergman, titular de una de las filmografías más arriesgadas, coherentes y personales del siglo XX, no dudó nunca del sentido que habría de imprimirle a su estilo cinematográficos para trasladar a la pantalla el magma existencial que hervía bajo su privilegiado cerebro; su tendencia cuasi obsesiva a hurgar bajo la epidermis de sus personajes en su intento por explorar las profundas contradicciones que agitan sus frágiles vidas es posiblemente su gran seña de identidad como observador privilegiado de una sociedad a la que desnudó en la pantalla durante toda su larga y meritoria trayectoria tras las cámaras.

Bibi Andersson, protagonista de ‘Persona’, en fotogramas de la película. / La Provincia
Veintidós años después, en medio de un clima de reconocimiento canónico de su arte en todo el orbe, el autor de Fresas salvajes (Smulltronstallet, 1957), El rostro (Ansiktet, 1958) o Los comulgantes (Nattvardsgasterna, 1962) afronta uno de los retos profesionales más delicados de su carrera, al llevar a la pantalla Persona, un libreto propio sobre la angustia existencial que enfrentan a Alma (Bibi Andersson) y Elisabeth Vogler (Liv Ullmam), dos mujeres unidas por el azar que se enfrentan a un agrio y vidrioso escenario en el que van aflorando las muchas zonas grises que se entrecruzan en sus vidas. Alma es una acreditada actriz de teatro que intenta recuperar su voz perdida bajo los cuidados de Elisabeth, una enfermera con un turbio pasado a sus espaldas que muestra su incapacidad para entender el verdadero drama que devora a su desolada paciente. Ambas, en sus roles correspondientes, entretejen una inquietante red de complicidades, que acentuará aún más sus profundas diferencias de clase y el excitante aunque amargo juego dialéctico en el que se hallan subsumidas desde que Elisabeth contrae el difícil compromiso de velar por la salud de Alma y ésta lo recibe con manifiesta prevención.
Magistralmente interpretada por Bibi Andersson, Liv Ullman, Gunnard Björnstrand y Jörgen Lindström figuras imprescindibles de la famosa escudería del realizador escandinavo, Persona nos muestra a un Bergman «sin complejos», crudo, transparente, audaz, contradictorio, provocador, un Bergman despojado de muchos de sus viejos fantasmas familiares, más nihilista que nunca, y dispuesto por lo tanto a que ningún resabio de su vieja educación luterana le impidiera construir abiertamente un encendido retrato de la decadencia espiritual en el ánimo de estos dos personajes, abiertos en canal ante una existencia sembrada de duras frustraciones personales y de proyectos de supervivencia completamente deshechos. Una obra difícilmente clasificable dirigida por un maestro dispuesto siempre a dar el do de pecho en su empeño por penetrar en los insondables misterios que encierra la comunicación humana.
A partir de esta situación, Bergman, auxiliado por su conocida destreza como director de actores -actrices en este caso- nos explica el vínculo que se establece entre la actriz, convertida en paciente, y la enfermera encargada de su cuidado. Ambas mujeres se convierten por lo tanto en el epicentro dramático exclusivo de este bellísimo filme, su verdadero nudo gordiano, y sus roles van entremezclándose hasta acabar fundiéndose en una sola personalidad. Los marcos que delimitan y ubican a los personajes son un hospital y una isla con escasos habitantes. El intento por romper la barrera emocional y la búsqueda, así como la necesidad de comunicación por parte del ser humano, está magistralmente enfocado en esa lucha contra la soledad, la amargura vital, la incomunicación y el pánico exacerbado a enfrentarse con la nada, que se libra a lo largo y lo ancho de este fresco monumental que se alza ante nuestra atónita mirada.
En las últimas películas de Ingmar Bergman -apunta certeramente el filósofo Eugenio Trías- se celebra un festival de grandes mujeres, siempre o casi siempre más interesantes, más complejas, más bondadosas y amorosas que los hombres. En ocasiones, el reparto principal está integrado sólo por mujeres, como en Persona, o en Gritos y susurros. Los hombres aparecen entonces en papeles secundarios o decorativos.
En Persona, en cambio, la catástrofe es de índole formal y responde a un importante contratiempo argumental. En el momento de máxima tensión acumulada de esta película, que inicialmente se iba a titular Cinematographe, se quema la cinta y se interrumpe, por tanto, la proyección, sugiriendo desde las primeras escenas todos los dispositivos de la proyección cinematográfica: se evocan escenas de humor del cine primitivo, se intercala un popurrí de imágenes impactantes, como un falo erecto, un cadáver, una mano de Cristo en cuya palma se martillea un clavo, y el niño, hijo de la actriz (Liv Ullman), que va pasando las manos por el rostro confuso de su madre (que ocupa toda la pantalla). La más viva expresión formal de la enorme crisis interpersonal que atraviesan ambas protagonistas enfrentadas al más oscuro y desolador de los vacíos: el de la autodestrucción.
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