El bulto de la mediocridad

Mucho bulto y poca sustancia en ‘De Montmartre a Montparnasse. Artistas catalanes en París’, en el Museo Picasso de Barcelona

‘Plein air’ (Ramón Casas, 1895).

‘Plein air’ (Ramón Casas, 1895). / mnac

Lázaro Santana

Gertude Stein (la bienhuesuda, como la pintó Picasso -ancha y fuerte-, autora de un texto plúmbeo, The Making of Americans, y de otro de sorprendente y atractiva ligereza, La autobiografía de Alice B. Toklas) escribió: «La pintura en el siglo XIX era cosa que se hacía en Francia y por franceses -más allá de esto, la pintura no existía-; en el siglo XX siguió haciéndose en Francia, pero pasó a ser cosa de españoles».

Precisamente el Museo Picasso, de Barcelona, ha organizado una exposición que nos permite comprobar la base material o la hipérbole aérea de aquella afirmación. Ignoro si el comisario de la muestra la tenía en mente cuando organizó De Montmartre a Montparnasse (hasta el 30 de marzo). El catálogo no está aún disponible; así que desconocemos los planteamientos teóricos que la han originado; pero suponemos que no: la acotación que lleva el título (Artistas catalanes en París, 1889-1914) reduce lo español a lo catalán. Atendido al pie de la letra, lo dicho por Stein quedaría invalidado. No obstante, teniendo en cuenta que los artistas procedentes de Cataluña (no todos catalanes: Picasso nació en Málaga) conformaron en su día el conjunto más visible y representativo del arte «español» en París, y que la exposición parece querer ofrecernos una visión panorámica suficientemente numerosa del arte de la época, incita a tener en cuenta lo escrito por Stein, y, en consecuencia, a decidir sobre ello. (A propósito: la no existencia del catálogo me obliga hacer esta reseña de memoria; y eso puede implicar algún olvido e incluso alguna invención).

A la vista de lo exhibido, ¿qué hay de verosímil en aquella afirmación steiniana? Prácticamente poco, si exceptuamos la obra de Picasso -que, por sí misma, ya es mucho. De haber ido algo más favorables los azares del destino, Picasso no estaría solo, como no lo estuvo en sus comienzos. Tuvo, en París, una seria competencia con otros dos pintores, éstos sí catalanes de raigambre: Nonell y Sunyer. Pero Nonell murió en 1911, cuando su trabajo alcanzaba una madurez plástica que no pudo prolongarse; y Sunyer, que en principio rivalizó ventajosamente con Picasso (incluso compartieron amante, Fernande Olivier) se retiró de los afanes parisinos y se refugió en su Cataluña nativa; durante unos pocos años, provisto aún de la fuerza que le infundía París, hizo una obra estimable; luego, progresivamente, se fue hundiendo en un tipo de pintura bucólica cuya insipidez armonizaba perfectamente con la decoración de los salones de la burguesía catalana. Así, Picasso, y su mantra hispano, quedó como el terrateniente mayor de la pintura occidental en la primera mitad el siglo XX.

Pobreza

En mi opinión, la pobreza del muestrario plástico es evidente. De Nonell sólo hay dos dibujos; ambos, ni que decirlo, de gran calidad; el Nonell genuino (hay mucha falsificación) tiene por lo común una gran altura estética. Sunyer está mejor representado: dos dibujos y tres oleos, todos excelentes (emocionante el pastel de 1905 donde aparecen Fernande y Benedetta Bianco, esposa de Canals, en un palco del circo Medrano: dos rostros de gran belleza y frágil felicidad); del mismo Picasso sólo hay, digno de mención, el retrato de Margot y La mujer de la cofia; los demás ejemplos son curiosidades entresacadas de su vasta producción. De otros artistas notables que estuvieron en el entorno de los citados, Julio González o Pablo Gargallo, se ofrece una representación tan delgada, y eso que son escultores, que parece no existir. Cierto que la obra más notable de uno y otro eclosionó después de 1914. Pero aún así, hay ejemplos precedentes mas reveladores de su personalidad que los seleccionados. De Carles Casagemas, el trágico amigo de Picasso, me ha sorprendido la excelencia de un par de apuntes de taberna y burdel; están ejecutados con mano maestra, casi picassiana. Francamente ha sido la única novedad positiva que me ha deparado la exposición. Lástima que el pintor, como Nonell, falleciera tan temprano y no dejara una muestra suficiente de su trabajo -a diferencia de Nonell, que sí la dejó, y considerable. 

El recorrido temporal de la exposición no comienza con los artistas nombrados; a ellos les habían precedido en su viaje a París otros, ya conocidos desde Barcelona: Ramón Casas, Miguel Utrillo, Anglada Camarasa o Santiago Rusiñol. En ámbito europeo, salvo algunas obras Anglada Camarasa (ninguna en esta exposición) y de Casas de los años últimos del siglo XIX o primeros del XX (aquí hay un buen ejemplo con Plein air, de 1895), sus nombres no tienen existencia, ni siquiera como nota a pie de página en cualquier historia pormenorizada del arte de aquella época. Y esta es la realidad de la mayor parte de la obra exhibida: mucho bulto y poca sustancia. Nombres como Pau Roig, Ismael Smith, Mariano Andreu, Laura Albéniz, Pere Isern, Manuel Feliú, Gaspar Miró, Joan Cardona, Eveli Torres, Ricardo Opisso, Mariá Pidelaserra, Pere Inglada, Ricard Planels, Manolo Hugué (valorado como personaje de Pla y apenas como escultor), Oleguer Junyet, Enric Casanova, etc. etc. son autores de un trabajo que vale unicamente como materia de consumo local, y eso si el paisano cliente no exige demasiado. Lo exhibido muestra el París de entonces (lugares, figuras, muchos retratos y autorretratos -los artistas, Picasso incluido, parecen haber temido el paso del tiempo como un borrón sobre su memoria, y quisieron dejar como señal de existencia al menos las lineas de su rostro); pero con escasa enjundia plástica. 

No dudo de que todos los artistas inventariados pusieron su mejor esfuerzo y talento en el trabajo que hacían. Pero el resultado flaquea, por mucha simpatía con que se juzgue. En Canals y Pichot se atisba la existencia de algún talento de más enjundia: hay trozos de su obra que lo atestiguan. Pero fueron igualmente talentos frustrados, algo no de excepción entre los artistas catalanes de los años 20 (clamoroso el caso de Togores, el único artista, con Picasso y Miró, que Roth cita en el libro oracular del arte de la época, Realismo mágico; Togores, que vivió un tiempo en París y en Italia, a su regreso a Barcelona dejó prácticamente de existir como artista, aunque no dejó los pinceles hasta el día mismo de su fallecimiento.) Entiendo que en todas las provincias españolas (en la Canaria, también, por supuesto) se da esta masa de autores que satisfacen la aspiración provinciana y suponen un punto de partida para otros que (a veces, aunque pocas) destacan en ámbito superior. Allá siguen en su anónimo universal, que es gloria local. La diferencia con respecto a Cataluña: aquí la gestión cultural, como una estrategia más de su política de la diferencia, cuenta con abundante impulso propagandístico y económico; en otras partes del país hay incapacitad genética para eso. De ahí la relevancia que en ocasiones adquieren artistas que valen poco o incluso nada.

Pluralidad en singular

Obviamente, Stein ni conocía, ni tuvo probablemente ganas de conocer, a los artistas catalanes citados. A ella le bastó con ser amiga, y protectora, y coleccionista, de Picasso. En realidad, Stein, cuando habla de «arte español» se está refiriendo unicamente a Picasso; lo dice sin ambages: «Los españoles (...) eran los únicos que tenían que crear la pintura del siglo XX, y lo hicieron, Picasso lo hizo». La pluralidad de «los españoles» cifrada en la singularidad de un solo nombre: el del artista andaluz. 

Desde un punto de vista didáctico la exposición está bien organizada, es pedagógica, sin duda: dividida en secciones temáticas -La llegada a París, La ciudad espectáculo, La bohemia, Geografía de las artes, Vidas de artista, etc.- incluye ejemplos gráficos (libros, revistas, cuadernos de autor) y proyecciones en vídeo de documentales de la época: da una visión suficiente de París, y de lo que hicieron los artistas catalanes en aquellos años: aprender, trabajar, desanimarse y proseguir; y toda esa aventura la vivieron inmersos en el clima de libertad y posibilidades que les ofrecía una ciudad que deslumbraba, aturdía , excitaba. 

Fue en los años que incluyen la belle époque y su antítesis (¿o fue su corolario?): el comienzo de la Primera Guerra Mundial. A partir de ahí, el colapso que provocó la guerra rompió con el orden que había inventado el cubismo y propició el nacimiento, no de un orden nuevo, sino de un desorden diferente: el del surrealismo. Y ahí tuvieron algo que decir también los artistas españoles: Miró, Dalí, Domínguez. Pero no hubo un segundo Picasso.

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