Palabras en el Malpéis

Después se haría el silencio para Guillermo García-Alcalde

García-Alcalde nos señalaba, en cada crónica escrita a lo largo de sus muchos años como escrutador de conciertos, el mérito o la desfachatez entre el respeto a lo establecido y el inevitable deseo de creación de quienes interpretaban esos repertorios históricos

Guillermo García-Alcalde visto por Cho Juá.

Guillermo García-Alcalde visto por Cho Juá.

Manuel González Ortega

Pone el pie en Mieres Guillermo García-Alcalde, el joven e impoluto abogado ovetense demudado en crítico musical. Ha sido enviado a la capital de la cuenca minera por La Voz de Asturias, el periódico donde hace de meritorio, para escribir una crítica sobre el concierto de otro joven asturiano en su pueblo natal; el referido es un cantautor en ciernes que lleva por nombre Víctor Manuel. No está acostumbrado el aprendiz de periodista a las rimas de aliento popular y a las armonías sencillas de los jóvenes bardos de la pretransición, pero sus gustos musicales -suena Mozart en su cabeza; aún no ha llegado Thannhäuser a robar su corazón con las épicas trompetas del wagnerismo- se pliegan ante su curiosidad por cualquier asunto que nazca del misterio de la construcción artística.

La crónica escrita dio cuenta del fervor de los paisanos del autor de El Abuelo que asistieron al evento y también de la mansa identidad astur, en ese acento que suena al bable que se habla en las montañas del Principado. El trasunto de la identidad como epifenómeno antropológico va a ser transmutado por el joven crítico -transcurridos los años y emigrado a otra tierra, Canarias, que hará suya con la pasión del converso- en un discurso de reflexión vital que profundiza en los vectores originarios sobre los que se construyen los procesos de creación.

Así, el papel del buen crítico musical -que suele interesarse por otras artes y sus conexiones sinérgicas con la práctica sonora- no sólo se justifica a través del compromiso pedagógico en explicar el canon histórico de las tradiciones musicales recibidas, eso que desde el siglo XIX comenzó a llamarse «música clásica». Por ello García-Alcalde propone al público lector de sus crónicas musicales un segundo camino, convencido de que la lectura de ese canon «sagrado» observa, en su misma concepción primigenia, una «interpretación» estilística y conceptual que en realidad se ha ido conformado entre las miles de interpretaciones que esas obras musicales históricas han asumido desde que fueron creadas. 

Por ende, esa disquisición en la lectura de títulos que, por el tiempo en que fueron creados, nunca pudieron tener el registro sonoro original que nos acerque a lo que soñara su autor para ellos -ya que solo quedó establecido en la pauta de escritura musical que hasta hoy nos ha llegado a través de sus partituras originales-, es la que necesita de una reinterpretación de cada ejecutante a lo largo de los siglos. Y en esa inventiva estilística individual, García-Alcalde nos señalaba, en cada crónica escrita a lo largo de sus muchos años como escrutador de conciertos, el mérito o la desfachatez entre el respeto a lo establecido y el inevitable deseo de creación de quienes interpretaban esos repertorios históricos.

Es esta una visión apoyada en la sombra del magisterio que Adolfo Salazar ejerce como pedagogo de la historia musical española en diversos periódicos republicanos de los años treinta del siglo pasado. Será una herencia que después continuaría Enrique Franco en las páginas de otros medios de difusión nacionales, ya en los años del franquismo. Hasta el brillante ejercicio de análisis musicológico de Guillermo en sus crónicas musicales desde Canarias, esa tradición en forma de minuta y pensamiento quedaría huérfana porque era necesaria una formación y conocimientos técnicos de notable altura, pero también una emoción trasladada a la escritura de esas crónicas que fuesen de una notabilidad intelectual irreprochable.

Ya Salazar, inscrito en la necesidad del alumbramiento de un nuevo orden estético en la creación musical española que acompañara a las ansias avivadas por la intelingetzia cultural que acompañó al primer régimen democrático español, señalaba la importancia del contrapeso del futuro musical creativo con respecto a la tradición. Esa idea, la de que el futuro -con sus consabidos riesgos en la proposición de nuevos conceptos de estética sonora- es un destino de indispensable concurso en el devenir de los procesos creativos en el Arte, la defiende Guillermo García-Alcalde en una filosofía de vida y acción que traslada más allá del papel de sus crónicas periodísticas en torno a la Música.

Gracias, obviamente, a su capacidad de influir en la sociedad canaria a través del medio de difusión que ayudó a construir con una brillante visión empresarial. Pero nada de eso - nos referimos a la naturaleza y el compromiso de su amistad apasionada con creadores canarios de distinto signo estético -tendría sentido si no hubiese perseguido que su presencia hubiese estado dirigida al compromiso de acoger y apoyar todo aquello que conllevara un riesgo de emoción estética y ética que ayudara a revolucionar el humus de tradición de la sociedad en la que quiso vivir y morir.

Porque sabía, aquel joven aprendiz de periodista que un día viajó hasta Mieres para escribir una crónica sobre un cantautor, que tras el sonar de la obertura tannhäursiana preludiando el frenesí orgiástico del Venusberg se haría el silencio

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Manuel González Ortega es músico y compositor