8M - Día Internacional de la Mujer

Modesta Marrero, una lanzaroteña maestra en las artes de pesca

La marinera de 86 años, que se embarcó desde niña con su padre, rememora un trabajo vetado a las mueres para evitar el pago de multas porque ellas no estaban aseguradas

Modesta Marrero sigue recordando como si hubiera pasado ayer aquellos días de pesca junto a su padre y su marido.

Modesta Marrero sigue recordando como si hubiera pasado ayer aquellos días de pesca junto a su padre y su marido. / Rubén Acosta

Una vez logró capturar un pez rey, en realidad fueron tres: hermosos, gigantes, inesperados. Lo cuenta y su cara gesticula, sonríe, parece que está allí, nuevamente. Sacando del agua aquel pescado ovalado con escamas grises, casi negras, y que llegó a pesar siete kilos. Modesta Marrero tiene poco que envidiar a cualquier otro pescador de La Tiñosa, en Lanzarote. Ella maneja este arte con la soltura de una maestra.

A pesar de los años, Modesta Marrero no se olvida de aquel primer día en el que fue con su padre a pescar. Tendría ocho años y aún no había amanecido. Estaba nerviosa y feliz. Al lado de su padre podría haber cruzado todos los mares, en busca de los pescados más esquivos. Aquellas jornadas largas, en las que se hablaba poco, lo necesario, la enseñaron a conocer de verdad los secretos que esconde la mar. Cómo preparar la carnada idónea, dependiendo del pescado, las mañas más eficaces, y sobre todo dónde se encuentran las marcas que señalan el mejor lugar para soltar la liña, tirar con fuerza, hasta enganchar a la presa.

Su relato derrama pasión, y resulta fácil verla sobre aquella barquilla, de madrugada o al anochecer luchando cuerpo a cuerpo con un pez tan robusto que pudiera parecer un invento. Una figura de ciencia ficción producto de noches a la deriva. Pero no, ella no tiene nada que esconder, salvo algunos de esos consejos que le dio su padre, y que guarda con devoción en el cofre del tesoro.

Palabras que resuenan a mar

Y así sin esfuerzo explica al detalle en qué consistía su trabajo. Aparecen palabras que resuenan a mar: calar, chinchorro, nasas, y una lista de peces memorable: cantareros, antoñitos, bogas, viejas, pez rey. Ella lo siente tan próximo que puede recitar el momento como si estuviera pasando: es de noche, y en la barquilla está su marido, su hijo y ella. Tratan de coger calamares con las poteras. Algo tira con fuerza, se lanza a los rejos de los calamares y en una de esas maniobras de hechicero apresan a una de esas piezas. Un pez rey, grande, el más grande. Y así hasta tres ejemplares.

Salir adelante en la mar suponía enfrentarse sin rechistar a madrugadas interminables detrás de un golpe de suerte. Y para las mujeres la situación era peor. Ellas además tenían que soportar otras condiciones, si no, no había pesca. Al no estar aseguradas debían saltar de la barca en el barranco del Quíquere y regresar a la Tiñosa caminando. Fue la manera que encontraron de pasar desapercibidas, de evitar las multas. Cómo si nunca hubieran estado allí. Las barquillas debían llegar a puerto sólo con hombres. Entonces era lo normal.

Manos de Modesta, una mujer que fue capaz de remar tan fuerte como cualquier otro marinero.

Manos de Modesta, una mujer que fue capaz de remar tan fuerte como cualquier otro marinero. / Rubén Acosta

Como para escribir varios libros

Modesta Marrero sabe tantas cosas que podría escribir un libro. O dos. Sobre las artes, las marcas que los pescadores, como su padre, fijaban entre la mar y la tierra. Casi como matemáticos con conocimientos de física y de geografía podían extender un mapa en el que marcaban aquellos lugares en los que esperaba un cardumen de peces. Y después había que engañar a los otros, jamás se revelaba el mapa del tesoro. Ya se sabe que entre estos intrépidos siempre aparece algún pirata cojo con pata de palo y parche en el ojo.

Modesta se queda hechizada mirando hacia el horizonte azul con crestas blanca

La mar en La Tiñosa sigue emanando ese poder de atracción. Pasan los años y Modesta no puede evitar quedarse hechizada mirando hacia el horizonte azul con crestas blancas.

Muchas veces con su marido y su cuñado se ha pasado horas enteras sentada mirando al mar. Las ventanas de su casa son como esos ojos de buey que hay en los barcos grandes. Ojos que miran y que saben si ese día los pescadores tendrán un buen día o no.

Modesta, a sus 86 años, no renuncia a ese pasado, a aquella vida de sueños y pesadumbres, y lo echa de menos, pero se conforma con recordar. Y ver como otros: sus hijos y nietos, siguen con esta profesión. Un arte que cuando se descubre jamás se olvida. Y si no que se lo pregunten a ella.

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