Hay mil razones para odiar el periodismo. Y una muy poderosa para amarlo: es probablemente el único oficio del planeta que te regala a veces, muy pocas veces, la ocasión de mirar a los ojos a personas sin las cuales el rumbo de la historia no sería el mismo que la humanidad ha conocido.

Una de esas pocas y maravillosas ocasiones me la regaló el destino en el verano de 1992, cuando el periódico LA PROVINCIA decidió enviarme junto al fotógrafo Óscar Jiménez a cubrir la llegada del autor intelectual de la perestroika, Mijail Gorbachov, a Lanzarote. Todos en el periódico pensaban que aquella misión periodística sería una simple tarea de 48 horas: volar a Lanzarote, situarse ante las puertas de una muy distinguida residencia de La Mareta, la misma donde años después veranearía a menudo Pedro Sánchez, y cubrir el expediente de la llegada a la isla, con su correspondiente blindaje de opacidad y seguridad, del matrimonio ruso. En resumen: un viaje relámpago, unas fotos casi robadas y vuelta a casa sin una pobre frase de aquel genio de la geopolítica que subir al titular.

Era un error y de él nos sacaría muy pronto el matrimonio.

El muro de Berlín que dividía las dos Alemanias había rodado por el suelo, igual que las costuras de la extinta Unión Soviética, y aquel verano, allí, tras los muros de la residencia junto al mar edificada en Lanzarote por orden de Hussein de Jordania, estaba el líder de la Perestroika junto a su esposa. Su llegada a la isla fue como todas. O como casi todas: las fotografías de rigor en el aeropuerto, un coche avanzando a toda velocidad hacia aquel pequeño pero privilegiado oasis que era y es La Mareta y luego, un ¡adiós, periodistas! esbozado sin mayores diplomacias por los agentes especiales no uniformados que conforman las escoltas de las grandes personalidades. Y así fue…

Así que el pelotón de periodistas que se había desplazado a la isla de los volcanes esperó hasta la entrada de aquel líder planetario en La Mareta y luego se autodisolvió, en la creencia de que a Gorbachov y a su esposa jamás se les ocurriría rozarse con el común de los mortales. Solo dos reporteros y dos fotógrafos decidimos que la noticia no estaba contada completa cuando el portalón de La Mareta se cerró ante nuestras narices. Así que allí nos quedamos, mirando a la vez la puerta de la casa y el mar que acaricia su perímetro e imaginando qué estaría pensando a aquellas horas Raisa sobre la preciosa residencia junto al mar…

Y sí. Raisa miró el mar desde la casa de la que se enamoró junto a su esposo. Pero acto seguido, ella y su marido decidieron que su amor a primera vista por Lanzarote no se quedaría tras las paredes de La Mareta. Abrieron sus equipajes, se enfundaron sus prendas de deporte, calzaron unas deportivas y ¡hala, a caminar!

Ni mis tres compañeros ni yo dábamos crédito a lo que ocurrió cuando la puerta de aquella casa se abrió de repente de par en par y de ella salió una tribu de guardaespaldas… siguiendo a uña de caballo el paso veloz de dos paseante llamados Raisa y Mijail Gorbachov. Así que, corrimos, corrimos, y con la lengua fuera seguimos durante varios kilómetros el paseo inesperado, natural y completamente ajeno a cualquier protocolo de aquella singular y sencillísima pareja. El padre de la Perestroika odiaba profundamente el boato y el postureo que suele ser consustancial al poder. Y su primer acto en Lanzarote fue dos cosas: una declaración de amor a la isla que le acogió tras dar derribar los muros y dar un volantazo al mundo y una prueba inequívoca de que ni a él ni a su esposa lo encontrarían nunca ensimismados y encantados de conocerse sobre las moquetas del poder.

Aquel paseo se repitió durante días. Igual que la sonrisa franca que ambos repartían ante los ojos alucinados de cuantas personas iban tropezándose por el camino. Envueltos sí por un obligado séquito de seguridad, pero con una demostración cotidiana no solo de naturalidad, sino de la certeza de que solo pisando la misma huella que cualquier otro mortal, respirando el mismo aire y esquivando el envaramiento y la estúpida cursilería de los pelotas del poder es como se conoce y se aprecia de verdad al ser humano.

Gorbachov sentía una indisimulada aversión a todo aquel o aquello que significara adulación al poder. Por eso, unos días después, abandonó airado un almuerzo preparado para él en Los Jameos del Agua, al darse cuenta de que lo que él planeó como un encuentro privado con su esposa y algunos amigos españoles era convertido por dos politiquillos de Lanzarote en un campeonato a ver quién conseguía la mejor foto junto a él. Así que simplemente se levantó de la mesa y los dejó allí, tan boquiabiertos como literalmente plantados y sin disimular ni lo más mínimo su tremendo cabreo por la invasión de su intimidad. Esa misma tarde, esta periodista pudo escribir el relato de aquel cabreo indisimulado del profesor de la perestroika.

Al día siguiente, Mijail y Raisa hicieron como cada tarde su paseo vespertino con su fiel Wladimir, el intérprete ruso que les ayudaba a entenderse en español con el mundo. Dado que el gran Gorbachov no hablaba ni una sola palabra de otro idioma que no fuera ruso. Como muchas tardes, esta periodista y el fotógrafo de LA PROVINCIA le esperamos junto a la puerta de La Mareta, ahora ya rodeados de un grupo de reporteros que se multiplicaba con el paso de los días.

De repente, el señor Gorbachov se me acercó con una gran sonrisa, me estrechó la mano y me dirigió una perorata en ruso. Interpreté que debía estar comentándome la crónica donde había relatado su tremebundo enfado de la víspera. Pero Wladimir estaba demasiado lejos y obviamente yo no hablaba ruso. Jamás sabré lo que me dijo. Pero sí que, más allá del boato, los correveidiles, las miserias y las servidumbres del poder, hay seres humanos que cambian el rumbo de la historia y aún así, sonríen pegados a la tierra porque solo ahí se aprecia el verdadero rumbo de la gente.

Buen viaje, señor. Y que la tierra le sea leve.