«La primera noche en Afganistán nos recibieron con fuegos artificiales, los pepinos nos caían por todos lados», confiesa el tinerfeño Francisco Jesús Plasencia Febles respecto al arranque de una misión en 2007 que se alargó cuatro meses. «No fuimos a reconstruir nada, fuimos a la guerra», abrevia.

Catorce años después de participar en una misión militar en Afganistán sigue pensando lo mismo: «No fuimos a reconstruir nada, fuimos a la guerra». Así de claro y directo se muestra Francisco José Plasencia Febles (1976, Santa Cruz de Tenerife) cuando explica cómo vivió sus últimos meses en el Ejército. Antes había estado desplegado en Kosovo (2003) con un contingente del Regimiento de Infantería Canarias 49 agregado a la Unidad de Caballería Córdoba X. «La diferencia entre estas misiones es comparable con el día y la noche», remarca tirando de un fragmento del poema El sitio de Breda, de Calderón de la Barca, para refrescar sus días como infantero. «A pie y sin dinero, pero el amo del mundo», expone un exmilitar (o no) que abandonó la actividad castrense en 2008 tras ser sometido a un tribunal médico por un percance que tuvo en territorio afgano. «Yo completé los cuatro meses de misión, pero una vez en casa entendí lo que me había pasado allí», cuenta sin ofrecer más detalles de un suceso que le mantiene en la actualidad como miembro pasivo (con una remuneración) de las Fuerzas Armadas Españolas.

Plasencia Febles participó en la primera rotación canaria en Afganistán. «Nos dijeron que íbamos a un terreno hostil, pero se quedaron cortos», recupera en relación a la instrucción recibida en los meses previos a volar con destino a Asia. «Además de las tácticas militares, nos pusieron al día sobre el conocimiento del medio geográfico al que íbamos y las costumbres de las personas que vivían en él». Esas nociones básicas –junto con el aprendizaje de algunas palabras en pastún, uno de los dialectos mayoritarios en Afganistán– chocaron de frente con la realidad un par de horas después de pisar la Base Militar de Herat. «La primera noche nos recibieron a morterazos. No hubo ninguna baja (como en el resto de la misión), pero nos caían pepinos por todos lados».

En pleno invierno

A los soldados canarios que participaron en este relevo (noviembre 2007 / marzo 2008) les cayó encima la peor nevada de las últimas dos décadas. «Algunas de las poblaciones quedaron aisladas y no se podía entregar la ayuda humanitaria por carretera porque los trailers no podían avanzar, sino por aire usando los helicópteros». Plasencia Febles era cabo cuando estuvo desplegado como radio tirador en un operativo en el que siempre solía darse algún pico de tensión. «Pocas veces regresamos a la base sin dar un tiro, casi siempre teníamos que repeler algún ataque... El día a día que vivimos allí giraba sobre una unidad que se dedicaba a las labores de reconstrucción y otra que, sobre todo, pegaba tiros», declara de los extremos entre los que se movía una misión que «era de todo menos pacífica».

Las formas en las que han salido de Afganistán las fuerzas pertenecientes a la Organización del Tratado del Atlántico Norte generan, a juicio de Francisco Plasencia, algunas dudas. «¿Se han repatriado a todos los colaboradores, no se ha dejado a nadie atrás?», cuestiona en un punto de la conversación en el que rebobina la historia. «Muchos son los países que han querido conquistar Afganistán, pero el único que lo logró fue Alejandro Magno», añadiendo que «los rusos estuvieron años persiguiendo ese objetivo y salieron escaldados. Estados Unidos, que en su momento dio respaldo a los afganos y talibanes para combatir a los soviéticos, son los nuevos rusos del siglo XXI», precisa antes de realizar una radiografía de lo que él y sus compañeros se encontraron hace casi una década y media en un lugar que llegó a ser una de las fortalezas del terrorista saudí Osama bin Laden.

Fran tiene claro que «nos metimos en un país que no era el nuestro y no todos querían ser ayudados». A partir de la idea anterior pone como ejemplo el traslado de un convoy a través de un enorme valle situado a unos 400 kilómetros de la base de Herat. «Dejamos la ayuda en un pueblo y nos marchamos al siguiente», dice sobre los sacos, de entre 100 y 150 kilos, de grano que trasladaban hasta unas poblaciones que se habían quedado aisladas. «A la vuelta, cuando pasamos por el pueblo en el que minutos antes habíamos dejado las provisiones, no encontramos a nadie en la calle... Era un territorio fantasma. Entre el blindado que iba a la vanguardia y nosotros, que estábamos a la cola, teníamos un tercer vehículo que a punto estuvo de ser alcanzado de lleno por un misil. Si nos coge bien nos levanta los pies del suelo», afirma sobre una de las muchas emboscadas que sufrieron en los 120 días que estuvieron destinados en Afganistán. «Lo que se contaba aquí con filtros, seguramente con el objetivo de no aumentar los niveles de preocupación de nuestros familiares, no era lo que nosotros vivimos allí», puntualiza sin poder reprimir una visión que explica con claridad que las cosas no eran tan fáciles de entender. «En unos segundos, la misma niña que nos levantaba la mano para saludarnos al paso de un blindado era arrastrada por un hermano al interior de una casa de barro (compara esas construcciones con un de portal de Belén) tirando de sus pelos como muestra de rechazo por aquel gesto de cariño. Ante situaciones como esas y otras muchas (los menores les hacían gestos de que les iban a cortar el cuello) nosotros no podíamos actuar porque las cosas funcionan de otra manera: si allí la vida de una mujer vale menos que la de un animal, la de una niña no es nada», pone de manifiesto justo antes de resumir la enorme impotencia que sintió la mañana en la que delante de él se plantó una niña con la mitad de la cara arrancada por la mordida de un perro.

«¿Y ahora a quién le vendo a mi hija?»

El episodio de la niña del rostro ensangrentado por el feroz ataque de un perro no fue la única escena aterradora que vivió Francisco Plasencia en Afganistán, aunque sí una de las más traumáticas. «Pasó durante una patrulla en la que nos encontramos a un señor que trasladaba a una pequeña herida... Podía tener la edad de mi hija, tres o cuatro, y aquel hombre de unos 60 años nos dijo que había sido atacada por un animal. Ver a una menor con media cara arrancada por la mordida de un perro te deja helado», recupera de un incidente que obligó a activar a los servicios sanitarios españoles. «La base no estaba cerca y se optó por evacuarla en helicóptero para operarla», avanza sobre una intervención que los mantuvo en vilo más de 48 horas. El soldado canario fue el que registró al varón –cumpliendo los protocolos de seguridad para evitar emboscadas– y al final pudo averiguar que no era su abuelo sino el padre de la evacuada. «A pesar del drama que vivimos en aquel instante, su preocupación era otra... Ajeno a los esfuerzos que realizaban los sanitarios, su interés era saber si después de coserle la cara la cicatriz iba a ser demasiado grande. Más que por la salud de la niña, sus dudas eran otras», incide antes de revelar su mayor inquietud. «Repitió varias veces la frase ¿Y ahora a quién le vendo a mi hija?. Evidentemente, una persona que desconoce la cultura afgana no está preparada mentalmente para escuchar un comentario tan frío», concluye.