Vivir en la extrema pobreza y, además, estar endeudado con quien te da trabajo. Nacer en un país, pero no tener derecho a poseer su nacionalidad. Poder ir a la escuela, pero a sabiendas de que, por el color de tu piel y la etnia de tus mayores, te van a machacar psicológicamente e insultar desde el primer día hasta que decidas no ir más. Estas vivencias son comunes para muchos miembros de la comunidad hartani en Mauritania. Este grupo social de negros lleva varios siglos condenado a la exclusión y la marginación social por los bidani o biwani (mauritanos blancos, descendientes de árabes y bereberes). Su único camino es el sacrificio personal por ellos y por los suyos. Esa actitud de permanentes renuncias parece que no va a acabar nunca. Cuatro de ellos, Mohamed Salah, Mohamed Fall, Tar Beyid y Sidi Mohamed, viven en el campamento de Las Canteras y luchan, cada día con más dificultad, por lograr el asilo en España, pues defienden que huyen de la esclavitud. Ellos y nueve compañeros más de su etnia llegaron a Tenerife en un cayuco el 8 de abril.

Mohamed Fall. | | CARSTEN W. LAURITSEN

Cuando otros magrebíes y subsaharianos reivindican libertad para viajar al continente europeo, estos cuatro hartanis o haritain reconocen, tras pasar por prisión, por un centro en un hotel de Adeje gestionado por Cruz Roja y por el campamento de Las Canteras, que estas ocho semanas han estado más cerca de la libertad que en su lugar de origen. Pero pagan un nuevo sacrificio: haber gestionado el dinero y los alimentos o timonear el barco con el que quisieron huir de su miseria. Y lo hicieron bien, pues ni se perdieron en el Atlántico ni se murieron de hambre. La conversación con ellos fue posible gracias a la traducción realizada por Jadyuni Sidi Mahamud Ndiaye, una mujer que trabaja por la defensa de los derechos de las personas migrantes.

Tar Beyid. | | CARSTEN W. LAURITSEN

Salah, construcción y pesca

Mohamed Salah mantiene la vista baja y triste al oír hablar a sus tres amigos. Él tiene 34 años y nació en Nuakchot. Se crió solo con su madre y tiene cuatro hermanas. Nunca pudo ir al colegio y, desde que tiene recuerdos, ha trabajado. Desde niño intentó ganarse el sustento en la construcción. Después, se dedicó “a la mar”, es decir, a la pesca. Pero ha hecho de todo un poco, hasta tareas domésticas en casa “del bidani” o biwani. Recuerda que a él y a sus seres queridos siempre los han llamado “esclavos”, uno de los peores tratamientos que puede haber. No se les permite reunirse, comunicarse o mezclarse con los mauritanos blancos, pues corren el riesgo de recibir una paliza o ser detenidos por las autoridades locales. “Mi vida ha sido dura” y “aquí sentimos que tenemos más libertad que en Mauritania”, comenta a la traductora. “Nunca he trabajado por meses, sino por días”, señala, “y, a veces, ni se nos paga”.

Sidi Mohamed. | | CARSTEN W. LAURITSEN

Dos euros

Cada jornada puede cobrar dos euros, pero con la inestabilidad de no tener un contrato. Se casó en el 2006. Su mujer y sus tres hijos viven ahora con la madre de Salah. El cayuco con el que llegaron a Tenerife lo compraron con las aportaciones de dinero de los trece que viajaron en el mismo. Pero Mohamed reconoce que todavía tienen una deuda en Mauritania por el pago del cayuco.

Los esclavos humillados

De adolescente jugaba a la pelota. Pero en una ocasión se clavó una botella rota y en el hospital mauritano al que acudió casi le amputan la pierna derecha. Y le pedían mucho dinero por el tratamiento. Al final, la madre y la abuela lo llevaron a un curandero en Senegal para curarlo y no tiene sensibilidad en esa parte de la extremidad. Pero, al menos, puede caminar. Tras diez años trabajando en el mar, dice: “no encontré ningún beneficio”. «Si no pescábamos había una deuda con el patrón y, cuando pescábamos, se descontaba la deuda», relata. Salah y sus compañeros capturaban los peces y los llevaban a tierra, pero si querían ejemplares para sus familias, los tenían que comprar al patrón. Una vez que se descontaban todos los gastos, como la gasolina, el 75 por ciento de los ingresos se los quedaba el patrón, un biwani. Y el 25% restante es lo que se reparten los cuatro pescadores hartanis. La rentabilidad que obtenían era ínfima.

Fall, marginación escolar

Tiene 29 años y nació entre la frontera entre Mauritania y Senegal, en una localidad que se llama Rosso. Mohamed Fall tiene cuatro hermanas y dos hermanos. De la niñez rememora que estudió en su casa, gracias a las clases que le daba un hermano mayor que pudo formarse en Senegal. Y esa situación tiene una explicación. Cuando empezó a ir al colegio, el resto del alumnado, mauritanos blancos, lo insultaba y vejaba por el color de su piel. Y sus hermanas pasaban el mismo calvario. Ese acoso generaba en él una gran ira y reacciones violentas contra quienes los marginaban y acosaban. Por eso tuvo serios problemas en el centro.

Niños sin educación ni sanidad

Admite que habla y escribe árabe y francés. El primero de los idiomas lo aprendió a la vez que leía el Corán. A él le da igual a dónde ir. Eso sí, tiene muy claro que le gustaría ayudar a muchos niños que están privados de servicios básicos, como la sanidad y la educación, así como de los recursos necesarios para una vida digna. El padre de Fall tenía una «tiendita» en Senegal y se llevó a dos de sus hijos para que pudieran estudiar allí. Y ambos regresaron a Mauritania cuando acabaron su formación en el país vecino. A los 16 o 17 años trabajó un tiempo en un comercio. Después se quedó sin empleo. Intentó ser militar, pero para lograrlo necesitaba tener la nacionalidad mauritana y no la posee. Estuvo años intentando tramitar los papeles para obtenerla, pero la burocracia fue un obstáculo muy poderoso y, al final, se cansó. Un nuevo ejemplo de racismo institucionalizado. En el 2013 empezó a trabajar en el mar, pero no de forma continua, sino por temporadas; «a veces, sí; a veces, no».

Tras varios años de ejercer la actividad pesquera, él y otros hartanis solicitaron el título para poder ser profesionales y poder acceder a otro tipo de barco de mayor capacidad. Sin embargo, relata Fall, «ahí solo entraban los bidani, los esclavos, no». Tiene dos hijos: un niño de cuatro años y una bebé de cuatro meses». Cuando salió de Mauritania, la niña tenía ocho semanas. Y afirma que «preferí irme y buscar trabajo antes que quedarme mirando todo lo que estaba sucediendo». Su mujer también pertenece a la comunidad hartani, por lo que carece de documentación y de nacionalidad.

Beyid, lucha por sus derechos

«No tenemos miedo», aclara Tar Beyid, de 22 años. Quiere contar su vida y su verdad, así como la de sus compañeros. Además, desea reivindicar los derechos que tienen los hartanis como personas para mostrar un camino diferente a quienes viven una especie de esclavitud maquillada en Mauritania y en otros sitios. Asegura que toda la ayuda económica que recibe su país procedente de la Unión Europea se la quedan los mandatarios mauritanos y la población privilegiada.

Frente a la realidad de los biwani, «que conocen sus derechos», sitúa a los hartanis, «a quienes se nos priva de estudiar, mediante la discriminación». Advierte de que «puedes ir a la escuela, pero desde que entres hasta que salgas vas a estar escuchando insultos y humillaciones»

«Que despierten y entiendan»

«Amo a Mauritania, pero los hartanis no tenemos derecho a nada; no tenemos tierras, todos los recursos se los han quedado los bidani», comenta Tar Beyid. Su viaje y su estancia en Tenerife también lo plantea con el objetivo de que «los que están allí despierten y entiendan que tienen derechos; la mayoría de los hartanis lo desconocen». Cuando se le pregunta quién es el responsable de esa situación, manifiesta que «el país lo provoca; nos condenan a la marginación y a la exclusión social».

De su niñez recuerda que con 10 años estaba trabajando en un pozo para sacar agua para un mauritano blanco. Beyid no pudo terminar de estudiar, porque tiene hermanas pequeñas y se puso a ayudar a su padre para poder mantener a la familia. Cuando su progenitor falleció, en el 2016, empezó a pescar.

Sidi Mohamed, sin estudios

A sus 28 años recuerda que acudía al colegio, junto a sus tres hermanos. Pero al regresar del centro educativo, «no teníamos ni para comer». Quien así se expresa es Sidi Mohamed, a quien le hubiera gustado seguir formándose. Pero, a veces, las circunstancias externas condicionan la vida. Sus padres se separaron, él se quedó a vivir con su madre y, como hermano mayor, le tocó el rol de traer comida a su casa.

Ahora, la progenitora de este joven hartani «vive en el desierto» y él, antes de embarcarse rumbo hacia Europa, residía con una tía en Nuakchot. Cinco familias utilizan una sola vivienda, con un habitación, una jaima y un baño. El primer trabajo de Sidi Mohamed fue en una granja de pollos durante siete meses, pero no de forma continua, sino unos días sí y otros, no. Hace una década que subsiste gracias a la actividad pesquera, «con los bidani como patrones».

«Allí sólo se trabaja para el bidani y ellos se ocupan de enseñar solamente la parte bonita de Mauritania, pero esa no es toda la realidad; son muy racistas», apunta el joven migrante. Al igual que otros de sus compañeros, confirma que, a pesar de haber nacido en el citado país, no ha podido conseguir la nacionalidad mauritana por pertenecer a la mencionada etnia. De hecho, lamenta que «es más fácil conseguir la nacionalidad mauritana a un saharaui que a nosotros».

Nos disuelven

Sidi Mohamed admite que «los papeles se compran; si puedes pagarlos, los tienes; si no, no». En su opinión, cualquier intento de los hartani por transformar la actual realidad que les afecta se corta de raíz. «Cuando intentamos reunirnos para asociarnos y para cambiar la situación, nos disuelven y no nos dejan», indica este hombre. De hecho, a él mismo lo detuvieron en una ocasión por ese motivo y debió estar dos días en los calabozos. La primera vez que su grupo se reunió para organizarse, hablar de sus derechos y mejorar su vida se produjo en el 2018. En estos días, los cuatro realizan trámites para intentar lograr protección internacional en España.

El resto ya está en la Península

De los trece hartanis que llegaron en un cayuco hasta Los Cristianos el pasado 8 de abril, solo Mohamed Salah, Mohamed Fall, Tar Beyid y Sidi Mohamed permanecen en Tenerife. Los nueve restantes supuestamente ya han podido viajar hasta la Península, de forma concreta a Madrid y Sevilla, según los datos que tienen sus compañeros en la Isla. Los cuatro hartanis fueron detenidos y enviados al centro penitenciario Tenerife II por asumir la responsabilidad de pilotar el cayuco y distribuir la comida. Pero ellos y sus compañeros dejaron claro que nunca realizaron esas tareas para enriquecerse, sino por la necesidad de organizar y distribuir los recursos para llegar en buen estado a Canarias. Al final, la Fiscalía pidió su puesta en libertad y el juez la autorizó.