En 1941, el transporte marítimo en Canarias estaba protagonizado por correíllos y motoveleros que llevaban sal, alimentos, cal, agua y casi cualquier producto que hiciera falta en estos aislados puntos del Atlántico. Ese fue el año en el que Antonio Armas Curbelo compró el Astelena, el barco con el que arrancó la trayectoria de una empresa ha sido protagonista de las comunicaciones por mar en el Archipiélago, primero solo con mercancías y después también con pasajeros. En 2021, 80 años después de la llegada de aquel buque, Canarias reconoce con una Medalla de Oro el papel que desempeña Naviera Armas en la cohesión de las Islas.

La evolución de Armas corre pareja a los cambios ocurridos en el transporte marítimo, con una familia que supo anticipar las tendencias. El patriarca Antonio Armas Curbelo nació en 1899 en Yaiza, aunque en 1919 se trasladó a Arrecife con sus hermanos en busca de un porvenir. Hombre de espíritu inquieto, antes de convertirse en armador probó con distintos negocios, como un comercio de tejidos o una ferretería, según detalla el investigador naval Juan Carlos Díaz Lorenzo en la obra bibliográfica que dedicó a la compañía en 2004. Armas Curbelo también se aventuró en la pesca del atún o el negocio de las salinas, aunque el gran salto llegaría con el Astelena y la apertura, un año más tarde, de su primera oficina junto al muelle Santa Catalina del Puerto de Las Palmas. Su flota se fue ampliando con nuevos motoveleros de segunda mano, como La Carlota o el Rápido, hasta que en 1954 dio un salto de calidad con la incorporación de sus primeros barcos de acero, el Concepción Aparisi y el Rosita Soler.

Con ellos multiplicó la capacidad de carga y logró posicionarse como uno de los armadores más ágiles en un momento de eclosión de la actividad portuaria en Las Palmas de Gran Canaria. Armas Curbelo estableció en 1955 sus primeros enlaces marítimos con la cercana costa saharaui, negocio que no paró de crecer durante el tiempo en el que este territorio tuvo la consideración de provincia española y que permitió comenzar a ampliar el radio de acción de su compañía a puertos fuera de las Islas.

El trasiego de los barcos de Antonio Armas Curbelo entrando y saliendo del Puerto de La Luz a finales de la década de 1950 –por entonces tenía nueve buques, tres motonaves y seis motoveleros– era constante. La oficina de Santa Catalina se convirtió durante tres décadas en la mejor escuela para varias generaciones de trabajadores que después demostraron sus conocimientos y capacidad en otras empresas marítimas y contribuyeron al crecimiento del recinto de la capital grancanaria.

El nombre de Antonio Armas Curbelo ya era un referente a mediados de la década de 1960, pero la empresa continuaba funcionando con una estructura mínima, apoyada sobre todo por el papel de su hermano Gregorio en Lanzarote, el de sus trabajadores en las Islas y el de los consignatarios en el exterior. En 1966, con la naviera consolidada en las operaciones de cabotaje del Archipiélago, constituyó la sociedad anónima que llevaba su nombre, que mantendría esa denominación hasta mediados de la década de 1990.

La compañía estaba a punto de llevar a cabo una de esas grandes transformaciones que anticiparon los cambios por llegar en todo el Archipiélago. Con 70 años cumplidos, el patriarca dejó paso a comienzos de la década de 1970 a su hijo Antonio Armas Fernández, que tenía en mente una idea que a la postre resultaría revolucionaria no solo para su empresa, sino para la economía de todo el Archipiélago. En varios viajes al norte de Europa había comprobado cómo allí el cabotaje era cosa de unos grandes buques en los que la mercancía podía entrar y salir rodando con mayor facilidad. El futuro estaba en los denominados rolones, que aumentaban la carga y facilitaban las operaciones, y el joven armador se lanzó a su compra.

El Volcán de Yaiza y el Volcán de Tahíche se incorporaron a la flota de la compañía en 1974 como una apuesta de futuro, pero Armas Curbelo no las tenía todas consigo. La gran capacidad de los nuevos barcos –a bordo podían viajar ocho camiones, poco para la actualidad, pero mucho para aquella época– le hacía preguntarse si sería posible llenarlos.

No hizo falta esperar demasiado para conocer la respuesta: en pocos meses, sus bodegas viajaban completamente ocupadas y la naviera ya contaba con nuevos buques en cartera –el Volcán de Timanfaya y el Volcán de Tislaya, encargados a unos astilleros de Vigo– para ampliar sus operaciones.