“Comer, dormir, comer, dormir... eso es lo que hacen los animales, no arriesgamos la vida en el mar para esto”, se lamenta Khalifa Ibrahima Ndiaye, uno de los 176 inmigrantes senegaleses que desde hace casi tres meses ven pasar los días en un hotel del norte de Tenerife, varados en una isla muy lejos del sueño laboral que les empujó a subirse al cayuco. En los planes de Ndiaye no estaba quedarse en Canarias, tampoco en los de sus compañeros. Todos desean continuar su viaje hacia la España continental o, quizás, hacia otro país más al norte; ninguno quiere que lo mantengan en un hotel sin trabajar, porque se fueron de Senegal para ganarse la vida y buscar su oportunidad; y algunos aseguran cuentan con parientes en Europa que podrían ayudarles.

Alrededor de 7.000 inmigrantes han llegado a estar alojados en infraestructuras turísticas en Canarias desde que el Estado decidió recurrir a negocios cerrados por la crisis para cubrir las carencias de la red de acogida, completamente desbordada por la llegada de pateras, mientras habilitaba campamentos en terrenos militares.

Y la situación tiende a estancarse, porque las repatriaciones avanzan lentamente y los inmigrantes tienen cada vez más dificultades para tomar un avión o un barco a la Península, aunque tengan documentos, porque la Policía los retiene en los embarques. Puede que sea por su carisma o porque se maneja con cierta soltura en español, Khalifa se ha convertido en el portavoz de este grupo de inmigrantes, que repiten a quien les quiera escuchar que “no son terroristas, ladrones ni bandidos”, que tienen sueños y metas, como todos, y que lo único que quieren es “una oportunidad para vivir”.

Varios de ellos han intentado ya salir de Tenerife comprándose un pasaje de avión o barco, porque trajeron consigo su pasaporte. Pero a este grupo, como les sucede a otros muchos en toda Canarias desde hace semanas, la Policía les veta el embarque en el último momento. “Siempre nos dicen lo mismo: los senegaleses no pueden viajar”, explica Ndiaye. Desesperados por este bloqueo, este grupo de senegaleses intentó emprender una huelga de hambre, pero abandonaron la idea al segundo día. Su portavoz asegura que es consciente de las restricciones derivadas de la pandemia, incluso pide “perdón” por haber cruzado el océano clandestinamente, pero insiste: “Tienen que entender que estábamos desesperados. Es nuestro último aliento de vida”. El joven africano recuerda que sobrevivir durante las largas travesías de los cayucos “depende del azar” y que morir por el camino se ha convertido en algo habitual.