“El punto de partida más importante en la formación del resentimiento es el impulso de venganza”, escribió Max Scheler en un libro lamentablemente poco recordado, El resentimiento en la moral. Aunque el resentimiento, sin duda, tiene una merecida mala prensa, a lo largo de la historia se ha podido comprobar su capacidad dinámica y creadora. Muchos le deben al resentimiento, al menos, estar vivos. Y algunos, escalando por la cucaña del rencor, han tocado riqueza, posición y hasta fama. El precio a pagar es alto: el resentimiento lo devora todo y es capaz de destruir lo que un día fue incluso digno de admiración.

Los orígenes de Santiago Pérez están en la lucha clandestina contra la dictadura franquista en los años setenta. Pocos fueron entonces –relativamente– los que arriesgaran sus vidas y su libertad y, pasada la Santa Transición, más escasos aun los que siguieron en la política activa. Pérez era un buen estudiante, un buen baloncestista y una buena voz en Los Sabandeños. Para disgusto del círculo familiar –notarios, abogados, rentistas– también se hizo comunista y se la jugó, aunque una combinación de astucia y suerte le libró de males mayores. Por ejemplo, escapó de la feroz redada del aparato policial franquista de entre finales de 1973 y principios 1974 –relacionada con el asesinato de Carrero Blanco y el recrudecimiento de la actividad opositora posterior– huyendo a la Península. Después de una breve etapa en el PCE, Pérez desembarcó en el PSOE en 1982, pocos meses antes del arrollador triunfo de Felipe González. Fueron unos años en los que creía que caminaba agarrado de la cintura de la Historia, estrenando responsabilidades públicas como director general en el primer Gobierno de Jerónimo Saavedra, diputado regional o vicepresidente del Cabildo de Tenerife.

En los años ochenta y los primeros noventa no distinguía a Santiago Pérez un izquierdismo especialmente llamativo. Era un socialdemócrata perfectamente identificado con los afanes modernizadores del PSOE y, en particular, con la articulación de un Estado de Bienestar y el impulso al desarrollo autonómico. De hecho, en los años finales del felipismo, más oscurecidos por escandalosos casos de corrupción, Santiago Pérez asumió exquisitamente el argumentario oficial del partido una y otra vez, sin aparente huella en su sensibilidad moral. Después de un exitoso paso por el Senado –su brillantez y capacidad de trabajo le llevaron a ser designado secretario general del grupo socialista en la Cámara Alta– consideró que era el momento de volver a la política local. Como siempre a lo largo de su trayectoria –y hasta que el equilibrio se rompió fatalmente– encontró, como todo político racial, que los intereses de su carrera coincidían con los del partido: el PSOE entraba en un largo periodo en la oposición en las Cortes y los socialistas necesitaban candidatos y estrategias para romper lo que se avizoraba como una eternidad de la flamante CC en la Comunidad autónoma y en las corporaciones locales canarias. Pérez se presentó como candidato a la Alcaldía del Ayuntamiento de La Laguna, su ciudad natal, en las elecciones locales de mayo de 1999. Fue quizás el acontecimiento político fundamental en su vida, porque existen dos santiagopérez perfectamente discernibles: el previo y el posterior al mayor fracaso público de su vida.

Porque Santiago Pérez ganó con rotundidad las elecciones, pero no alcanzó el poder. Con 22.936 votos, un 40,91% de los sufragios emitidos, se quedó a poco más de 400 papeletas para alcanzar la mayoría absoluta. La candidatura de CC, encabezada por Ana Oramas, obtuvo 18.188 votos, y pactando con el PP, se convirtió en alcaldesa. Pérez se había dejado la piel en la campaña y presumía de programa y de equipo y de haber sido el senador más votado jamás en Tenerife. Y perdió. Fue un impacto brutal en quien había sido un ganador en política desde antes de los 30 años. Tardó mucho en metabolizar el fracaso. Le exasperaba lo que consideraba una pachorra inaudita de los dirigentes del PSOE, resignados a las cuasihegemonía coalicionera. Cuenta la leyenda (quizás apócrifa) que en una ocasión le pegó la llorada a Juan Carlos Alemán. “Hemos perdido en La Laguna y no vamos a recuperarla en mucho tiempo”. Alemán replicó sub specie aeternitatis: “Quien perdió La Laguna fuiste tú pero ya la ganará el PSOE”.

Al frente de la oposición, pero al mismo tiempo diana de descalificaciones y pullas de los que gobernaban (un chiste entre mil: “ayer vieron a Napoleón por La Carrera…dicen que se volvió loco y se cree Santiago Pérez”), el concejal llegó a la conclusión de que solo se podía cambiar la orientación estratégica del PSOE si controlabas el aparato. Por eso se presentó a la Secretaría General de los socialistas tinerfeños. La torpeza y petulancia de sus contrincantes le llevó a la victoria, pero lo cierto es que era el único que presentó un programa para el partido. Desde muy pronto fue obvio que al verdadero poder orgánico del PSOE tinerfeño (los alcaldes) no les maravillaba dicho programa. No por ningún riesgo de bolchevización, sino porque implicaba necesariamente cierto poder compartido, cierta fiscalización de políticas y tácticas, y cada alcalde consideraba su municipio como un territorio zoológico propio. Lo que pudo tejer o consolidar Pérez es una red de jóvenes socialistas prometedores –en su mayoría con entrenamientos en las Juventudes– como Patricia Hernández, José Ángel Martín Bethencourt o Nicolás Jorge. Decisiones suyas como el ukase por el que disolvió la agrupación socialista de Santa Cruz –para poner como presidente de la gestora a su sempiterno escudero, Nacho Viciana, que ni siquiera era militante chicharrero– se le antojaron excesos autoritarios a la dirección general. Apenas cumplió los tres años reglamentarios como secretario general.

A partir de entonces Santiago Pérez surfeó la política regional sobre el caso Las Teresitas, el pelotazo que denunció una plataforma vinculada con el PSOE y articulada por Pérez. Su éxito reverdeció sus laureles progresistas y su nivel de exigencia. “Como Santiago impulsó con talento y paciencia este proceso y conseguirá una sentencia que destruirá a Miguel Zerolo y dañará muchísimo a CC”, me comentó un exdirigente del PSOE hace años, “cree que se merece ser presidente del Gobierno, líder de los socialistas canarios y embajador en las Naciones Unidas, y no es así”. La queja sistemática de Pérez era insaciable. No era bastante, por ejemplo, ser portavoz del grupo socialista en el Parlamento de Canarias. En una jugada (casi) incomprensible decidió enfrentarse al secretario general, José Miguel Pérez, en las primarias para decidir el candidato presidencial en los comicios de 2011. Perdió en la inmensa mayoría de las agrupaciones municipales y decidió dar un portazo y abandonar su escaño.

Si el PSOE lo abandonaba –es decir: le negaba un rutilante futuro, una portavocía sin interferencias, un lugar en el comité ejecutivo regional– él abandonaría al PSOE. Después de negarlo una y otra vez encabezó una lista de escindidos del PSOE, Izquierda Unida y Los Verdes gracias a lo que volvió al Ayuntamiento de La Laguna. En sus tres experiencias desde entonces (Socialistas Por Tenerife en 2011, XT-Nueva Canarias en 2015, Avante en 2019) siempre ha sido lo bastante listo como para encabezar las listas como independiente, a pesar que se trata de artefactos electorales (sobre todo el último) cuyo exclusivo interés consistía en seguir manteniendo el acta de concejal. Es bastante discutible que las candidaturas de Pérez hayan beneficiado a la izquierda lagunera, porque su propia naturaleza y prosperidad estaba en restarle votantes al PSOE. Pérez quería que ganara el PSOE, pero debiendo contar con él, y desde 2011 ese fue su principal objetivo: desplazar a CC, contribuir a que el PSOE regresara al poder municipal gracias a sus mañas y apoyos y (si queda tiempo) conseguir ser alcalde. Cerrar el círculo de la resurrección política. Demostrar a enemigos y adversarios (en CC y en el PSOE) que nunca debieron menoscabarle, aunque se haya archivado el caso grúas y puedan surgirle problemas en el caso reparos. Encestar un triple desde el fondo de la pista. Dejar claro que el grande perdió y el chico ganó.

Santiago Pérez fue el cerebro del pacto entre PSOE, Podemos y Avante en 2019, el pegamento entre el exasesor de Javier Abreu e hijo predilecto de Pedro Ramos, Luis Yeray Rodríguez, y Rubens Ascanio, de profesión sus concejalías en el gobierno y en la oposición, cuyo partido de origen, Sí se puede, llegó a definir en 2015 al hoy compañero Pérez como “un referente de la vieja política sin ninguna credibilidad a estas alturas en Tenerife”. El exsenador que podría volver a serlo no se ocupa demasiado de la gestión pero nadie le rechista, y así llegó a proponer el año pasado que Ángel Víctor Torres, presidente del Gobierno y secretario general del PSOE, fuera declarado persona non grata por el pleno de La Laguna. Desde ahora Pérez es de nuevo socialista, aunque piensa seguir representando a los votantes de Avante. Recuerden que es independiente, que Avante es una agrupación de electores, que por tanto no ha cometido ningún transfuguismo, y puede seguir siendo concejal de Urbanismo y lo que se le pete. Hace veinte años, a Santiago Pérez estas maniobras, mezquinas, tramposas, grotescas, que parten de la suposición de que el ciudadano es un oligofrénico, les hubieran repugnado. Hoy probablemente las asuma como una desvergüenza necesaria para que él y sus compañeros puedan hacernos felices.