Las tierras raras se descubrieron por primera en Ytterby, cerca de Estocolmo, en 1787, pero tardaron casi un siglo en comenzar a usarse con fines comerciales. Primero para fabricar capas incandescentes para el alumbrado con gas. Luego para hacer piedras de mechero y lentes fotográficas. A mediados del Siglo XX se convirtieron en una cuestión de seguridad nacional: el neodimio permitía despegar a los misiles balísticos intercontinentales y las barras de samario controlaban la reacción en cadena en los reactores nucleares. Estados Unidos era entonces el principal productor, extraía toneladas de europio y terbio para usarlas en los fluorescentes y en los tubos catódicos de las viejas televisiones.

La mayor parte de esos metales se extraía de la mina a cielo abierto de Mountain Pass, que comenzó a explotarse en 1952 por la Molybdenum Corporation of America. Hasta 1995 la mina suministraba la mayor parte del consumo mundial de metales de tierras raras, hasta que China les adelantó. Fue en 2001, cuando los chinos comenzaron a sacar de la mayor mina de tierras raras del planeta, la de Baiyun’Obo, en Mongolia Interior, más de 80.000 toneladas de metales vitales para la industria de los países desarrollados. Incapaz de enfrentarse a los bajos costes de producción de China, Mountain Pass tuvo que cerrar en 2002 por el efecto combinado de las restricciones ambientales y la durísima competencia de Baiyun’Obo, manteniendo sólo el procesamiento de los materiales ya extraídos. Cuatro años después del cierre de la mina californiana, China producía más de 120.000 toneladas, y monopolizaba ya el 90 por ciento de la producción mundial.

Las tierras raras (EER en sus siglas inglesas) se habían convertido en la vitamina imprescindible para mantener en marcha la industria tecnológica, la principal materia prima del mundo digital. Sin ellas no se colorearían las pantallas de nuestros dispositivos, ni funcionaría el touch screen de las tabletas, ni habría micrófonos para enviar notas de voz, ni los teléfonos vibrarían, ni habría fibra óptica, ni sería posible el wifi. Tampoco podrían existir los coches eléctricos, ni los aerogeneradores que convierten el viento en electricidad, los ordenadores no podrían almacenar más allá de unos pocos megas, no podrían predecirse los terremotos, ni curar el cáncer, ni controlar la fisión del Uranio 235 en las centrales nucleares.

El uso de tierras raras se extendía a principio de este siglo ya ilimitadamente a toda la industria: automovilística, aeroespacial, a la industria energética desde la nuclear a las renovables, superconductores de alta temperatura, aceleradores de fibra óptica, imanes para todo tipo de motores eléctricos, acero, cristales, pigmentos para pinturas y cerámicas…

Z La guerra comercial

Fue en ese momento -2007- cuando China decidió comenzar a restringir las exportaciones e impuso aranceles a la exportación, para favorecer a sus propios fabricantes. Para 2009, China suministraba ya el 96 por ciento de las tierras raras que se utilizaban en toda la industria del mundo, en un caso de monopolio absoluto de materiales estratégicos desconocido en el comercio mundial reciente. El 22 de septiembre de 2010, China promulgó sin publicidad la prohibición de exportar tierras raras a Japón, como represalia al apresamiento por la armada japonesa de un arrastrero chino en una disputa territorial. Japón y China eran en ese momento las únicas fuentes de material magnético utilizado por la industria militar estadounidense. La decisión china de bloquear las exportaciones a Japón provocó de carambola la interrupción del suministro japonés a los Estados Unidos y dejó a China como único proveedor, con lo que la administración Obama pasó a depender exclusivamente de China para su industria de defensa. El Congreso estadounidense aprobó a finales de ese año de 2010 un proyecto de ley para reactivar la extracción de EER, que incluía la reapertura de Mountain Pass. La mina, por cierto, había sido parcialmente adquirida, en los años anteriores, por una industria estatal china.

Es en ese preciso contexto, con la industria planetaria sometida a la duplicación de aranceles en el comercio de las tierras raras –otro episodio más de la guerra comercial entre China y EEUU– fue cuando el gobierno de Japón, en alianza con Toyota, la industria que más tierras raras consume en todo el planeta, comenzó a definir su propio plan para buscar una alternativa al bloqueo. Lo encontró en las investigaciones de un equipo interdisciplinar dirigido por el profesor Yasuhiro Kato, entonces a cargo del departamento de Innovación de Sistemas de la Universidad de Tokio, que en julio de 2011 publicó en Nature un artículo firmado por él y otros ocho profesores de distintas Universidades e Institutos de Japón, en el que se aseguraba que los lodos submarinos podían ser un recurso potencial para la extracción de tierras raras. Ante la situación mundial de dependencia de China, Kato había logrado financiación para investigar la concentración de metales EER en los lodos submarinos localizados en 25 puntos del Pacífico. Si lograra probar la existencia de una concentración superior a las 2.500 partes por millón en los materiales del barro submarino, en yacimientos no demasiado profundos, la extracción de esos lodos con mangueras sorbentes podría permitir una explotación rentable de esa minería de succión de los lodos, y reequilibrar la balanza de la dependencia mundial de China.

Esa era la búsqueda científica que el profesor Kato y un cada vez más amplio grupo de colegas intentaron durante años. Lo lograron al dar en 2013 con la localización que andaban buscando, un depósito de lodos explotable, con 5.000 partes por millón de tierras raras, cerca de la isla nipona de Minamitorishima, en el noroeste del Pacífico. El hallazgo fue comunicado cinco años después, también en la revista Nature. Fue un éxito sin precedentes, aplaudido por la comunidad científica internacional.

Z El encuentro con Kato

Pero la historia que nos interesa empieza justo un año después de publicar Kato su primer artículo. El profesor asistió a un congreso celebrado en agosto de 2012 en la ciudad de Udine, cerca de la frontera de Italia con Eslovenia, y fue casualidad que a esa Conferencia Internacional sobre Elementos de Tierras Raras (EER, en inglés), también asistía un joven profesor de la Universidad de La Laguna, Jorge Méndez, obsesionado desde años atrás con la fotosíntesis, las salinas y la producción de hidrógeno verde, por catálisis del agua. El profesor Méndez es físico, no geólogo, pero se había doctorado con una tesis sobre aplicaciones luminiscentes de las tierras raras, y siempre sintió una suerte de atracción por esos metales bautizados con los nombres de sus descubridores o de las ciudades donde se localizaron. Él no había ido a Udine escuchar a Kato, de hecho no sabía quién era aquél profesor que compartía nombre y apellidos con uno de los futbolistas más famosos de Japón, pero le sorprendió mucho el título de su comunicación: Recursos en tierras raras, una propuesta más bien extraña para un congreso de Física. Se escapó, pues, de la charla que le tocaba para ir a escucharle.

En su comunicación, Kato hizo público su trabajo del Nature de 2011, planteó el problema mundial que suponía el control chino de las EER, y explicó que él y sus colegas llevaban algún tiempo pinchando los lodos del fondo oceánico, convencidos de que el barro submarino podía ser muy rico en tierras raras, y además la extracción a 2.000 metros bajo la superficie del agua tenía la ventaja de ser mucho más limpia, menos dañina para el medio ambiente, y no producía los iones de uranio y torio que acompañan la extracción minera.

Méndez no había trabajado nunca en la extracción de campo de tierras raras. Las había usado en sus investigaciones comprándolas ya procesadas, pidiéndolas por correo a un proveedor como la farmacéutica Merck KGaA y pagando contrareembolso ochenta o cien euros por unos gramos. Pero Méndez sí conocía perfectamente los problemas derivados de la minería y procesado en Mountain Pass y Baiyun’Obo: arrasamiento del territorio, utilización masiva de lavados contaminantes, degradación e inutilización de los acuíferos, radiactividad de baja intensidad, pérdida de cultivos… La enorme contradicción de avanzar en el cambio a una economía verde basada en la superación del ciclo del carbono y su sustitución por energías renovables y no contaminantes, pagando peaje en explotaciones mineras degradadas, con grave contaminación del entorno. La posibilidad de una extracción limpia de lodos, con un tratamiento muchísimo menos agresivo le interesó inmediatamente.

Z “Mangas es el que más sabe de esto”

El 17 de julio de 2011, dos semanas justas después de publicarse en Nature el primer trabajo de Kato, Canarias fue sorprendida por los primeros movimientos sísmicos en la isla de El Hierro, por debajo de los tres grados en la escala de Reitcher, imperceptibles para la población. Tres meses después, tras evacuar a la población y devolverla de nuevo a sus domicilios, se produce el 10 de octubre la primera erupción del volcán, con dos focos eruptivos. Toda Canarias contemplaba atónita los acontecimientos, los nuevos desalojos, las confusas decisiones de los responsables políticos, mientras los herreños veían la enorme mancha de materiales expulsados del volcán invadir las costas, y el ambiente contaminarse con el olor agrio y denso del azufre. El tiempo del volcán, de no saber cuántas nuevas erupciones habría, cuanto se mantendrían los temblores, duró hasta el cinco de marzo. Y luego, cuando la calma volvió al Mar de Las Calmas, comenzaron las inmersiones al Sur de La Restinga, los buceos alrededor del 1803-02, el primer volcán submarino de Canarias en 500 años, el último volcán de la isla con más volcanes.

Cuando Méndez regresa a la Universidad, se encuentra su laboratorio lleno de restos de las erupciones submarinas de El Hierro. Los geólogos de La Laguna andan afanados buscando tierras raras en piezas de restingolita, los huevos del mar que dejó el volcán. Méndez habló con su amigo el geólogo Antonio Darwich, al que cuenta su encuentro con Kato, y le pregunta por la viabilidad de las técnicas de extracción de lodos que propone el japonés. Darwich le explica que hay un grupo de la Universidad de Las Palmas que trabaja tierras raras: “Hablate con José Mangas”, le dice. “Publicó un artículo sobre tierras raras en el 97. Es el que más sabe de esto en Canarias”.

Méndez siente curiosidad. Localiza el artículo de Mangas, sobre la presencia de tierras raras en carbonatita del complejo basal de Fuerteventura, y decide irse a Las Palmas a hablar inmediatamente con él. Su mujer sabe quién es Mangas por referencias familiares: ella es del Carrizal de Ingenio, y la mujer de Mangas también.

Méndez y Mangas se encuentran finalmente en Tafira y se caen inmediatamente bien. Méndez es expansivo, entusiasta, habla por los codos, le propone sobre la marcha a su colega meterse en un proyecto común “Mira, Pepe, voy a presentarme a una investigación financiada por CajaCanarias. Dan 17.000 euros para gastarlos en tres años… Yo estoy sobre todo con energías renovables, pero quiero meter este asunto exótico de las tierras raras. ¿Tú te animas?” Mangas es un tipo generoso, un geólogo competente y experimentado, le gusta el trabajo de campo y es un académico sin prejuicios: “Pues por supuesto que sí”, le contesta. Aún no lo sabe ninguno de los dos, pero acaba de nacer el proyecto Magec.