En uno de los pasillos del Parlamento, en un par de minutos sin apenas tránsito de políticos, periodistas o ujieres, hablaban entre cuchicheos, aprovechando un efímero oasis de soledad, tres hombres encorbatados: Ángel Víctor Torres, Román Rodríguez y Casimiro Curbelo. Los tres dirigentes políticos con mayor influencia y mejor información -si se le suma el responsable de Administraciones Públicas, Julio Pérez- en el espacio del gobierno autonómico. La conversación no era precisamente alegre ni relajada. Rodríguez repasaba con sus dos socios los alarmantes datos económicos que llegaban día a día, casi hora a hora; Curbelo recitaba el desplome de las reservas turísticas, Torres apuntaba, apenas con un hilo de voz, un par de contactos con el Gobierno central, donde la preocupación era extraordinaria, "como en toda Europa". Otros diputadas y diputadas, de la mayoría parlamentaria o de la oposición, pueden estar más o menos tranquilos, pero los tres del pasillo saben lo que hay, y lo que hay supone una presión extraordinaria para los próximos días y semanas. A los políticos profesionales -como a muchísima gente- lo escasamente previsible los pone de los nervios. Y llega, ahora mismo, lo imprevisto.

Primero están los riesgos para la salud de los ciudadanos. Torres ha dicho en el Consejo de Gobierno que no es admisible ninguna crítica o reserva sobre la prioridad de la salud pública. "Para salvar vidas, y para impedir o ralentizar los contagios, se va a hacer lo que se tenga que hacer, y luego se analizará el precio que tenga, pero lo primero es nuestra gente". La cifra oscura es 100: a partir del centenar de casos registrados cabe esperar una evolución exponencial difícilmente controlable. Lo siguiente, en efecto, es una evaluación de los costes económicos de la pandemia en Canarias: es una suma abierta y que Román Rodríguez y su equipo opina que apenas acaba de empezar. El impacto del coronavirus -si sus efectos se prolongan durante los próximos tres meses- será de muchos cientos de millones de euros y de miles de despidos. Pero Curbelo ha apuntado -como un asunto a analizar más delante, por supuesto- el daño que la pandemia puede ocasionar -sin duda lo hará- en la agenda política y social del Gobierno. Salvo que los niveles de contagio se mantengan como en la actualidad -algo no imposible, pero muy improbable- serán necesarias desviaciones y modificaciones de crédito para adquirir -al menos en parte, la parte de la que no se ocupe el Estado- kits de pruebas, mascarillas, guantes, antivirales y máquinas de soporte vital. ¿Cuántas funcionan en el Hospital Universitario de Canarias? ¿Cuántas en el Doctor Negrín? En esa conversación en el pasillo (en realidad el último tramo de una conversación anterior) los tres políticos hablaron de una realidad que no se podrá sortear. El coronavirus ya es una pandemia mundial y someterá al sistema sanitario público canario a un gran tensión, provocará daños económicos muy considerables y, muy probablemente, afectará a las cuentas públicas: menos ingresos y desviación del gasto presupuestario hacia la salvaguarda de la sanidad pública, el tratamiento diligente de los enfermos y las compensaciones a empresas destruidas y nuevos parados. Los tres se despidieron con cierta sequedad y represaron cejijuntos a sus escaños.

Pero ese debate no pudo escucharse en el segundo día del pleno de marzo, sino una ristra de comparecencias, sin duda, muy meritorias, y para culminar, ese melancólico ejercicio parlamentario que se denomina proposición no de ley, a través del cual sus señorías intentan convencer al Gobierno para que diga que hará algo que a menudo jamás hará. Es una suerte de oración que el diputado se dirige a sí mismo para demostrar que su vida tienen un sentido más allá de hincharse de croquetas de cochinillo en las dos horas de almuerzo. En cuanto a las comparecencias, el grupo parlamentario CC se las veía muy felices por la del consejero de Transición Ecológica y Lucha contra el Cambio Climático, José Antonio Valbuena, del que pretendían obtener una declaración terminante sobre la toxicidad de las calimas que asolaron Santa Cruz de Tenerife (y casi toda Canarias) y que no bastaron a la alcaldesa Patricia Hernández para suspender el carnaval.

Es asombroso el poco conocimiento que de Valbuena tienen los diputados de la oposición. Quizás lo confundan con un técnico o los distraiga esa bonhomía de zapatones y camisa por fuera -y algo arrugada- que suele practicar. Valbuena dispone de una mala leche burlona y a veces fulminante. Gobernó ocho años bajo un presidente de CC en el Cabildo de Tenerife, pero ahora forma parte de un Gobierno presidido por un socialista, él es socialista y la alcaldesa es del PSOE. Así que Valbuena sentenció lacónicamente, pero con las suficientes ganas, que la decisión de Hernández de no clausurar el carnaval chicharrero ese malhadado fin de semana, fue la correcta, y así la entendía el Gobierno, aunque, por supuesto, entre sus competencias como consejero no estuviera, señorías, las referidas a la seguridad pública. Era previsible que más tarde o más temprano se cerrara la contradicción entre los socialistas en las distintas administraciones públicas sobre este polvoriento asunto, y no a favor de la oposición nacionalista precisamente. Valbuena demostró que sabe jugar perfectamente este juego, y no se limitó a respaldar (digamos) técnicamente a la alcaldesa, sino que lanzó una irónica interpretación: lo que le pasaba a CC -a ATI, la llamó siguiendo la estela de su señoría Francisco Déniz- es que el carnaval de Santa Cruz había salido muy bien, estupendamente bien, y les comía la cochina envidia.

El portavoz de CC, José Alberto Díaz-Estébanez, se sintió tan frustrado que terminó por irritarse con el presidente del Parlamento, Gustavo Matos, y casi acabaron embroncados. Al cabo de un rato Matos salió al pasillo, el inocente pasillo que lo viene oyendo todo hace más de treinta años, y sacudió la breve melena de sus éxitos y afanes y musitó cansinamente: "Bien les gusta?".