Conservar el Amazonas, la mayor selva tropical del planeta y uno de sus 'pulmones', constituye uno de los grandes retos de la crisis climática. Un reto nada fácil, dada la confluencia de intereses económicos basados en la extracción y explotación de sus recursos, y en la transformación agroganadera del bosque.

Están en juego 6,7 millones de kilómetros cuadrados de selva tropical y la inmensa biodiversidad que encierra (el 10 por ciento del total mundial), pero también un baluarte para frenar el calentamiento global: un inmenso sumidero de carbono atmosférico, que pierde capacidad con cada nuevo incendio (que no solo resta masa forestal, sino que aumenta las emisiones de CO2), con cada nueva corta. Ya se ha perdido el 17 por ciento del bosque.

Las principales presiones que sufre el bioma amazónico conciernen a la creación de tierras agrícolas y de pasto; la construcción de presas (que altera el ciclo hidrológico y afecta a la sedimentación costera -lo que, a su vez, repercute en la productividad marina-); el trazado de carreteras (principal responsable de la pérdida y degradación de la masa forestal, en tanto propicia la expansión de las diversas actividades que cercenan la selva, por encima del propio daño que conlleva su construcción); los incendios; la minería y los yacimientos de hidrocarburos (que destruyen tanto el bosque como la red hidrológica), y la explotación directa de la madera.

El foco conservacionista y mediático sobre este proceso se ha puesto en Brasil: el 59,17 por ciento de la superficie amazónica se encuentra en su territorio y la política de 'tierra quemada' auspiciada por el presidente Jair Bolsonaro, que ha hecho una apuesta decidida por el 'agronegocio' y le ha dado a este lobby el control y la gestión de los recursos naturales, ha suscitado alarma mundial y ha provocado la reacción de la Unión Europea, con la que Brasil posee importantes vínculos comerciales (algunos de los cuales afectan a la conservación del Amazonas).

Una de las prácticas que más está contribuyendo en los últimos años a la pérdida de selva amazónica, especialmente en Brasil, es el cultivo de la soja, empleada, sobre todo, en la elaboración de piensos para las vacas, los pollos y los cerdos que se consumen en Europa, y que ya ocupa una superficie superior a la de España.

Buena parte de esa extensión corresponde a cultivos ilegales, igualmente la tónica dominante en el resto de sectores productivos, con el agravante de que esas explotaciones irregulares son más lesivas, por el descuido y las malas prácticas que las presiden, que las grandes plantaciones de carácter comercial, a las que se ha sumado recientemente, con fuerza, la palma aceitera (en Colombia, la mayor tasa de destrucción de selva se debe a la proliferación de los cultivos de coca).

Deforestación

La agricultura y la ganadería se sirven del fuego para abrirse camino. Como consecuencia, se emiten enormes cantidades de gases invernadero a la atmósfera, hasta el extremo de que, en Brasil, el 75 por ciento de las emisiones se debe a la deforestación y su magnitud es tal que este país es el cuarto del mundo en generación de CO2. Y cuanto más se reduce la selva, menor es la capacidad de la masa forestal para absorber esos gases, su efecto compensatorio.

El extendido hábito de cortar, quemar y cultivar, y volver a cortar, quemar y cultivar no tiene solo el obvio efecto deforestador, sino que altera las condiciones climáticas locales, que se hacen más inhóspitas para el bosque, al tiempo que este se vuelve más abierto, seco e inflamable (una tendencia potenciada, por otro lado, por el calentamiento del clima).

Como consecuencia, los incendios se multiplican exponencialmente y se vuelven más devastadores. Y un gran incendio en esta selva resulta imparable: la lucha contra el fuego en el Amazonas (este año se registraron más de 75.000 focos solo en Brasil) debe sustentarse en la prevención y en un nuevo sistema de manejo.

Las concesiones mineras e hidroeléctricas y los contratos para la extracción de gas y de petróleo se han disparado en toda la cuenca amazónica. Según el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF por sus siglas en inglés), el 15 por ciento del bioma amazónico y más de la mitad de las áreas protegidas de la región (24 millones de hectáreas) están afectados por la explotación de hidrocarburos y minerales. No en vano, se cuentan 1.300 concesiones activas y el número de las solicitadas ascendía a 7.400 el año pasado.

Las carreteras, las vías férreas y las nuevas rutas de transporte fluvial contribuyen, asimismo, de modo sustancial a la transformación y la degradación de la Amazonía, al tiempo que hacen accesibles (y, por tanto, vulnerables) más zonas de selva, incluidas algunas de alto valor ecológico, como las que atraviesa la Interoceánica que comunica por la costa Perú y Brasil.

Actualmente, hay sobre la mesa una veintena de proyectos de construcción de grandes carreteras en el Amazonas, así como una vía férrea de costa a costa, entre Brasil y Perú, financiada por China. Aunque quizá las más peligrosas son las decenas de miles de pequeñas carreteras construidas de forma irregular (por lo general vinculadas a la extracción de madera), dado que resultan incontrolables.