«La lámpara de Juanki», artículo de Álvaro Paricio en ACB.com

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Bajo un cuerpo corriente se esconde un talento extraordinario. Su calidad le hizo ser niño prodigio que creció siendo el líder de una selección de la que se ha despedido. 18 años mágicos de un genio que nos hizo pensar que, de vez en cuando, los sueños se hacen realidad

Álvaro Paricio
 @Alvaropc23
ACB.COM

Una noche cualquiera en una habitación que nada la distingue de otra salvo su esencia y las personas que protagonizan la escena, un padre acuesta a su hij@ hablándole del día en el que conoció a un genio. Un hombre especial porque, bajo el disfraz de rostro familiar y cuerpo corriente, fue capaz de realizar cosas extraordinarias. Nunca fue el más alto, tampoco el más fuerte y fueron muchos los que resultaron más veloces que él. Sin embargo, ahí donde no llegó su físico fue su talento el que lo encumbró.
Precoz en habilidad, su fama le precedió en edad de formación. Ésta hablaba de un diablo insolente con el balón entre las manos, capaz de avergonzar a otros que le superaban en edad y altura, aunque fue en 2000 cuando, en las antípodas de su hogar, dejó de jugar entre niños para hacerlo entre los grandes. Poco tardó en demostrar que el paso no sería en falso y, aun siendo debutante, se convirtió en claro referente ofensivo con sólo 20 años. Uno más tardó en doctorarse en la selección y asumir galones impropios de su imberbe edad. Lo hizo con la naturalidad y el desparpajo que sólo su ingente talento podía asumir; el mismo que le hacía escapar de la ortodoxia baloncestística, como en los octavos de final contra Israel cuando recorrió todo el campo para anotar una canasta que era pura magia. El primer milagro deportivo de otros muchos que vinieron sucesivamente.

Porque era un genio cuya lámpara iluminaba el parqué con los destellos de su juego. Capaz de vestirse base y tumbar a Estados Unidos (26 puntos), suyas fueron muchas canastas que valieron más puntos que los que marcaba la matemática del baloncesto. Como aquel 2003, cuando se marchó de hasta tres rivales y anotó una bomba para dinamitar las esperanzas italianas de llegar a la final del Eurobasket. Hechizos visuales con los que acrecentar una leyenda zancadilleada en noches como la del 2005 cuando un gigante alemán le impidió ser héroe de una remontada imposible. Sin embargo, todos ellos fueron pasos cortos (y no tan cortos como los reivindicativos de 2008) en una progresión que le llevaron muy lejos… tanto que, allí donde el sol nace, alcanzó el sueño con el que un país se acostó una noche de verano de 2006. El mayor sortilegio de un mago que, vestido con cresta roja, se colgó del pecho una medalla de oro para regalar a una generación y un amigo ausente el partido de sus vidas.

Y así, entre alegrías y algunas decepciones (pues nuestro genio también fue humano y lloró en la derrota), se hizo adulto. Fue en Lituania, el país que vive enamorado del baloncesto, cuando éste terminó por rendir pleitesía a su figura y declarar amor eterno a su talento. Un hechizo de siete días que comenzó como siempre, saludando a un veterano entrenador para después endosarle 26 puntos a su Eslovenia. La lámpara volvió a ser frotada pocos días después para acabar con el cuento de la Cenicienta balcánica con 35 puntos y acabaría silenciando el grito revolucionario francés en una final que le encumbró al Olimpo continental del baloncesto. Ese día fue grande su juego, pero eterno fue su gesto de ceder al amigo, de rostro triste y llanto en la memoria, el instante único de levantar la copa de campeón para que éste brindase al cielo la dedicatoria más especial. La grandeza de su figura también se configuró por detalles humanos como el vivido en 2011. 

(Foto EFE)

Pero el genio no pudo escapar de la mirada burlona de Crono y al inexorable paso del tiempo. Fue entonces cuando su cuerpo magullado por los arietes rivales que intentaron tumbar su talento y la erosión física de los años comenzaron a hacer mella en su baloncesto. La lámpara siguió ofreciendo magia, pero ésta cada vez fue menos y su presencia se dilató más en el tiempo. Ya en 2012, tras la final olímpica, sólo aquellos que pasearon junto a él en la intimidad y la oscuridad de la tenue luz nocturna descubrieron las heridas de un torneo que apenas le permitieron moverse. Fue el peaje que durante años pago por la irreverencia de su talento.

Bien pudiera haber sido éste el adiós del genio, pero nadie salvo uno mismo tiene derecho a decidir cuándo marchar. Se había ganado un último baile y, como el del 2014 resultó un tropiezo, pensó que no se merecía marchar por la puerta de atrás y con el sinsabor de la derrota. Así que emprendió un último viaje, una bienal baloncestística que completó como capitán del barco y acompañante del éxito. Sin reclamar más cuotas de protagonismo que las que otorgó su entrenador, sin mayor pretensión personal que la de disfrutar ayudando a su otra familia. Su leyenda llegó a su fin, con su juego ofreciendo la misma belleza poética con la que empezó, pero con el genio luciendo barba y canas.

18 años pasaron. Toda una vida pero, ahora todo que todo termina, nada se acaba. La eternidad espera a quien siempre será recordad y los años pasaran sin que se pueda olvidar el evocador juego que desplegó sobre el parqué. Su nombre siempre estará en el aire cuando se quiera recordar la magia del baloncesto y soplará hasta nuestros oídos con cada canasta que nos resuene el genio que fue. Por siempre, Juan Carlos Navarro.

Álvaro Paricio
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