Hay cierta tendencia a desmerecer los asuntos del corazón, a darles menos importancia de la que tienen. Sabemos que el corazón mismo es el centro de todas las cosas, pero también que lo creemos quizá como resultado del romanticismo y del lugar de privilegio en el que el romanticismo colocó al amor cortés. Sin embargo, no es así: aunque es cierto que tendemos a atribuir al corazón un valor simbólico como órgano que representa el amor, y creemos que eso es resultado del romanticismo, lo cierto es que el primer símbolo de corazón que se conoce tiene su origen en el Antiguo Egipto. Para los egipcios, el corazón -representado en su real forma cónica, alejada de la mixtificación actual de sus dos ventrículos aplastados- cumplía la doble función de músculo vital y amoroso. Fueron al parecer los griegos quienes robaron el símbolo a los egipcios y lo liaron todo bastante: de representar gráficamente la fuerza de la vida, incluso la fuerza intima del amor que está en el origen de toda la vida humana, los griegos -gente de por sí bastante dada a la filosofía y la complicaciones- establecieron para el corazón distintos significados: la constancia, la fidelidad, el deseo personal, el alma de la princesa amada, todos ellos significados cercanos al deseo pasional, pero también la fuerza, la vitalidad e incluso la inmortalidad, reflejando ese pastiche de simbologías en una verde hoja de hiedra, una suerte de corazón ecologista, modesta manifestación de la enredadera perenne que corona la testa de dios Baco y de paso representa lo divino e inmortal.

Fueron por tanto los griegos los primeros en poner el corazón en el centro absoluto de la vida, y de paso de la muerte. Son los griegos los primeros en hablar de gente de buen y mal corazón, y los primeros en inventar la comedia como representación de las gestas de los de corazón alegre y la tragedia como historias de culpa y dolor, protagonizadas por los de corazón a veces noble, otras perverso. Los romanos, que eran gente más práctica, pasaron bastante del asunto amoroso, y se centraron en la fornicación y en la muerte. Para un súbdito del imperio, el mejor uso que podía darse a un corazón (sobre todo si era el de un bárbaro) era ensartarlo con un gladius o un pilum bien afilado. Fueron los romanos muy expertos en eso. Y sus galenos muy expertos en restaurar daños arteriales y venosos próximos al corazón. Y de los primeros en establecer que dañar el corazón es matar la vida. Y va a ser que a lo mejor no, o no siempre: va a ser que la vida va un poco a su aire y se para cuando a ella se le antoja, cuando ha decidido que ya no quiere seguir enamorada de si misma, y no cuando una arteria coronaria se estrecha, deja de entrar oxígeno al miocardio, el miocardio se bloquea y se acabó lo que se daba.

Bueno, que sepan ustedes que esto no es un alarde chulesco de pseudociencia, sino un rebuscado gesto de gratitud profunda a los misterios de la vida, que a veces se toma en coña a los egipcios, los griegos, los romanos y a los tíos que vivimos al límite del esfuerzo razonable, pensando que el límite siempre está un poco más lejos: la semana pasada sufrí un catálogo de anginas de pecho, a las que no hice caso alguno, y el domingo un infarto del que no me enteré y del que escapé por los (pocos) pelos que me quedan y porque los del Servicio Canario de Salud funcionan bastante mejor de lo que nos gusta decir.

O sea: gracias a ellos, por tener un corazón en el que caben cosas que no creerían. Y a ustedes, por acompañarme todos los días en este viaje que aún no se interrumpe.