Tres caravanas integradas por más de diez mil inmigrantes centroamericanos atraviesan México con la intención de llegar a Estados Unidos y cruzar la frontera. La mayoría de los inmigrantes son hondureños, guatemaltecos o salvadoreños. Sus países son incapaces de proporcionarles medios para superar la extrema pobreza o alejarles de la violencia, el crimen y la corrupción que contamina toda Centroamérica. Son solo la avanzadilla de migraciones colectivas aún mayores, imparables, que en los próximos años y décadas serán forzadas por el cambio climático, las sequías y el fracaso estructural de muchos estados centroamericanos. El fenómeno de movilizaciones masivas, conocido y gestionado por organizaciones internacionales en sucesivas crisis y hambrunas en Asia y África, será más intenso a medida que la pobreza se enseñoree de América Central.

Frente a movilizaciones masivas de decenas de miles de personas, las chulerías y bravuconadas del presidente Trump no sirven de nada, más allá de calentar el debate electoral que hoy divide en dos mitades aparentemente irreconciliables a la sociedad estadounidense. Después de asegurar que disparará contra quienes intenten cruzar la frontera, Trump ha rectificado, amenazando ahora con severas penas de prisión a los migrantes. Lo cierto es que parar una movilización masiva metiendo en la cárcel a los inmigrantes no parece una medida de largo recorrido: es difícil que haya cama en las prisiones para tanta gente, y más aún que la sociedad americana acepte encarcelar a familias enteras. Frente a una movilización de esta clase, las opciones deben ser de otro tipo. ¿Pero cuáles? ¿Puede un país abrir sus fronteras a todo el que quiera cruzarla? ¿No es legítimo intentar frenar el desbordamiento de las fronteras? ¿Abrir las puertas bajo la presión de miles de personas no provocaría caravanas aún mayores de gentes que reclamen una vida mejor?

La respuesta a esas preguntas será sin duda una de las claves del futuro de este planeta. Algunos países con problemas demográficos -como los que sufren la mayor parte de las naciones europeas-, han endurecido radicalmente sus políticas migratorias, en un sinsentido inexplicable. Rusia, con una demografía languideciente -común a todas las naciones de Europa, con las excepciones de Polonia e Irlanda-, y con casi diez millones de inmigrantes ilegales, ha escogido el camino inverso, abriendo las puertas a rusoparlantes y personas de origen ruso, para paliar el grave déficit de mano de obra que sufre el país. Putin ha decidido simplificar los trámites de visado y ofrece la ciudadanía a quienes cumplan ciertas condiciones. Es la suya una opción rusificadora, étnica, pero la clave está en cuáles sean esas condiciones.

Europa y EEUU necesitan en los próximos treinta años entre 50 y 70 millones de inmigrantes para sostener el funcionamiento de una economía del bienestar. La transferencia de recursos fruto del trabajo inmigrante entre los países ricos del Norte y los pobres del Sur supondrá también un alivio extraordinario para sus países de origen. Pero deben establecerse condiciones claras, seguras, que permitan además el acceso a la ciudadanía en plazos razonables para que se produzca una integración real y efectiva. No pueden ser las mismas condiciones de los refugiados, no puede tratarse a los refugiados como emigrantes, ni a los emigrantes como refugiados. Hacen falta ya políticas distintas: perder el miedo al mestizaje y también los complejos a defender nuestra cultura. Porque no hay otra salida: no va a haber barreras suficientes para parar a los millones de personas que vendrán en busca de una vida mejor.