De entre las fuerzas que defienden la Constitución, Sánchez solo contó para su censura a Rajoy con el apoyo de Nueva Canarias. El resto de los partidos constitucionales no respaldaron su operación, probablemente porque les resultó obvio que el Gobierno que saldría de ella- el gobierno que hoy dirige el país a golpe de gestos, brindis al sol y decretos leyes- nacería hipotecado por el apoyo de Podemos, el chantaje de los independentistas catalanes y Bildu y la presión del PNV. Una amalgama de fuerzas que -de distinta forma- quieren o una modificación del pacto constitucional, o directamente su voladura, además de la ruptura territorial del país. Sánchez sostiene su imposible Gobierno como un funambulista sin red, que sabe que el tiempo para cruzar al otro lado se le agota. Más temprano que tarde tendrá que convocar elecciones, o abrasarse él -y abrasar a su partido- gobernando otro año con el presupuesto del PP y el bloqueo de los independentistas a cualquier proyecto que no pase por la aceptación de la autodeterminación.

Con Torra vendiéndole al Gobierno "Presupuestos por referéndum", Pablo Iglesias ofreciéndose de mediador para la independencia y el lepenismo español resucitando y llenando Vistaalegre hasta la bandera, no debiera ser momento para caer en el sectarismo. Uno tiene la impresión de que este es uno de esos momentos en los que resulta imprescindible la unidad de las fuerzas políticas que se reclaman constitucionales. Defender la Constitución no es pretender que todo siga igual, que se apliquen las mismas recetas a problemas diferentes, es defender el valor de la democracia y colocar el cumplimiento de la legalidad por encima de la coyuntura y los intereses partidistas. Eso es lo que uno esperaría de los dirigentes de los partidos constitucionales -PP, PSOE y Ciudadanos- y de las fuerzas políticas nacionalistas que se definen como constitucionales -si la cuenta no me falla, Coalición y Nueva Canarias-. Que tuvieran entre ellos un comportamiento sensato, actuaciones basadas en el sentido común, y presididas por la búsqueda de acuerdos, el respeto institucional y la buena educación.

Un hombre de Estado movería ficha en la dirección adecuada: si Sánchez lo fuera demostraría que es el presidente de todos los españoles, los que le votan y los que no, y que gobierna para todos. Su patético comportamiento en Lanzarote, reuniéndose con el secretario general de su partido, pero no con el presidente del Gobierno de Canarias, demuestra que Sánchez y sus ministros practican una política sectaria con los partidos constitucionales, y otra, apaciguadora y servil, con los partidos independentistas. Retrasos absurdos en la firma de los convenios, visitas de ministros que se reúnen con el PSOE en lugar de hacerlo con el Gobierno regional, o el rechazo de Sánchez a recibir a Clavijo veinte minutos en Lanzarote manifiestan que Sánchez no ha entendido aún cual es el papel de su Presidencia. Porque ni él ni sus ministros han venido a Canarias como dirigentes del PSOE, sino como miembros de un Gobierno constitucional, con viajes costeados por los impuestos de los españoles. La arrogancia de Sánchez con el Gobierno de Canarias es el reflejo inverso de su ausencia de coraje con el secesionismo catalán.