Torra no se había recuperado aún ayer del susto morrocotudo de la tarde anterior, cuando los de los CDR, a los que animó a liarla, decidieran hacerlo a las puertas de su Parlament. Lo que ocurrió en conmemoración del uno de octubre, con las turbas "indepes" aporreando los portones de la Cámara y Torra y sus consejeros gallardamente escondidos tras los "mossos", imitando el pasado ejemplo de Mas, demuestra hasta qué punto es cierto eso de que la revolución acaba siempre por devorar a los suyos. A los hijos, a los padres y a quien se le ponga por delante.

Torra parecía ayer en su intervención ante el pleno del Parlament un tipo evanescente y confundido, superado por los acontecimientos por él mismo desatados, y aun así perseverante en la chulería. Porque una cosa es pedir a tus seguidores que "aprieten más" para que la República ectoplasmática se manifieste, y otra muy distinta descubrir que a quien acaban apretando los CDR es a ti mismo contra la pared, pidiendo tu dimisión como president y llamándote traidor en todos los dialectos, mientras tu propia policía te recuerda lo complicado que resulta en democracia estar en misa y repicando las campanas del levantamiento civil.

En fin, que un demudado Torra, aún maltrecho por la pérdida irremediable de su virginidad independentista, compareció ayer en el debate de política general para presentarle a Pedro Sánchez el ultimátum esperado: si Sánchez no ofrece antes de un mes una propuesta para un referéndum "pactado, vinculante y reconocido internacionalmente", el independentismo romperá con él y no sostendrá la precaria estabilidad que hoy apuntala la presidencia de Sánchez en el Congreso. Si existía alguna duda de las reglas del juego que sostienen un gobierno de ochenta y cuatro diputados, hipotecado e imposible, Torra dejó ayer claro cuáles son esas reglas.

Con la nueva huida hacia delante de Torra, se abre ahora una curiosa etapa política en la que a Pedro Sánchez no le queda otra que recular: hasta ahora podía disimular y ganar tiempo, seguir vendiendo su gobierno de gestos y de muecas mientras en Cataluña se complicaban las cosas. Pero la apuesta ya está clara: Puigdemont aprieta y sigue apretando y Torra defiende apretar aún más, para no despearse de los violentos, para no romper la sagrada unidad del nacionalismo. Así las cosas, a Sánchez no le queda otra: tiene que dejarse de mandar a sus ministras a hacer juegos de malabarismo semántico sobre el autogobierno y la independencia.

Porque no basta con decir que no se apostará por la independencia y la república catalana -faltaría más-, lo que hay que hacer es explicar cómo debe afrontarse la crisis constitucional en la que Torra anda apretando por indicación de su jefe de Bruselas, y cómo se recupera la confianza de la mitad de los catalanes, que después del 155 tienen la impresión de que el Estado les ha abandonado a su suerte. Sánchez no puede seguir con juegos de prestidigitación: lo que toca ahora es hacer una declaración contundente sobre lo que los socialistas españoles nunca van a permitir, ni desde el Gobierno ni desde la oposición, y dejar claro cómo se van a frenar los apretones independentistas, con unidad de acción de los demócratas. Eso es lo que toca, y Sánchez tiene un mes para hacerlo. Después -si quiere- que se envuelva otra vez en la bandera española y convoque elecciones. A lo mejor hasta las gana.