Cuando solo se disponen de manera segura de 84 diputados y se depende nada menos que de cinco grupos parlamentarios, distintos y distantes entre ellos, intentar gobernar con un mínimo de eficacia, sin que el perfil propio diluya en las obligadas cesiones a quienes garantizan el propio Gobierno es realmente difícil. Por ello y porque hay que dejar pasar no menos de cuarenta y ocho horas para saber con exactitud cual es la posición del Ejecutivo -inmigración, Valle de los Caídos, Llarena etc- hay que pensar que el Presidente del Gobierno se ha adentrado en un endiablado laberinto.

En este laberinto, lo único que está claro y es una medida acertada, es la decisión del Ejecutivo de luchar contra los falsos autónomos. Fue una medida anunciada por la ministra de Trabajo que se entendió a la primera. Y esto, que se entienda a la primera, es la primera virtud que debe tener cualquier mensaje o iniciativa política. En casi todo lo demás, el laberinto parece claro.

Estamos ya a las puertas del Otoño y, de nuevo, la atención va a situarse en Cataluña en donde la situación es de una tensión larvada y a veces explicita que, de ningún modo, debe tomarse a broma. El propio Presidente ha reconocido que en el futuro más inmediato el diapasón dialéctico va a aumentar su umbral. Es obvio que desde el independentismo se está haciendo lo posible y lo imposible por mantener viva la llama de su propia causa. Que un partido político defienda sus ideas y utilice los mecanismos democráticos para alcanzarlas es una obligación. Que desde las instituciones, desde todas las instituciones, desde la Generalitat hasta multitud de municipios, no se esté dispuesto a rebajar un ápice su propio activismo es un despropósito democrático. Quim Torra es nada menos que el representante del Estado en Cataluña. Este título, por sí mismo, obliga a una neutralidad, a una lealtad con ese Estado que brilla por su ausencia.

El Presidente tiene en Cataluña su propio laberinto. Si la defensa, en mi opinión obligada, del juez Llarena ya le ha costado críticas de aquellos en quienes debe apoyarse para seguir en Moncloa, no es difícil imaginar la reacción del independentismo si el Ejecutivo osara ir un poquito más allá criticando, por ejemplo, la deslealtad clara del propio Torra con el Estado al que representa en Cataluña. ¿Puede ser que el silencio sea la respuesta a la iniciativa del Ayuntamiento de Vic de todos los días a las ocho por megafonía se aliente a los ciudadanos a luchar por la causa?. ¿Es permisible el afán de identificación por parte de los Mossos a quienes retiran lazos y solo a ellos?.

Esta situación de poder del independentismo es lo que permite trasladar la idea de que Cataluña son ellos y solo ellos. Han abusado tanto de ello que no es de extrañar que quienes no son independentistas busquen visibilidad aunque sea más que discutible que quien aspira a gobernar España, como es Albert Rivera, se dedique a retirar lazos. Mejor poner otros y denunciar el insólito y caprichoso cierre del Parlament hasta el mes de Octubre en un alarde inigualable de desprecio a la institución que representa a todos los catalanes. Insólita e interesada decisión.

El independentismo busca en los otros la causa de la tensión y al margen del acierto o no de la iniciativa de Rivera de ser él mismo quien quite lazos, lo que no vale es cargar las tintas en los demás con ausencia total de autocrítica, transfiriendo responsabilidades como si ellos pasaran por allí. La equidistancia entre unos y otros es hacerse trampas en el solitario.

Torra, Puigdemont y otros se están dedicando a calentar motores para que los nubarrones de Otoño sean una realidad. El Presidente del Gobierno ha declarado que no habrá por parte de los independentistas "actos ilegales" que serían susceptibles de recurso o denuncia. Tiene razón. Se cuidarán muy mucho de caer en ilegalidades manifiestas. Se quedarán al borde de la línea roja pero pueden llevar la política a una callejón sin salida. De los laberintos, mal que bien, se puede salir. De los callejones sin salida, como su nombre indica, no.