Si me preguntas qué somos, diré que somos ante todo un país de iluminados, de gente que cree en la receta de Fierabrás, en las soluciones que arreglan todo en dos días, en el uso de la fuerza, en los programas imposibles, en los milagros de la identidad. Un país centrífugo y desquiciado, incapaz de aceptarse a sí mismo, decidido a romperse por probar lo que sale, dispuesto a recurrir a los tanques, a la pena de muerte, a los GAL, o a la ley mordaza, un país que se traga sin chistar las grandes palabras que inventa: honradez, eficacia, libertad de prensa, independencia, justicia, igualdad? un país de gente que vota por rechazo y no por convicción, que exige de los dirigentes, los políticos, los reyes, los jueces, los policías, los artistas y los curas, lo que no se exige nunca a sí misma. Un país que se cree sus propias y cambiantes mitologías, que descubre el Mediterráneo cada amanecer y que cree que son los otros los que tienen que cambiar.

Somos también un país de inquisidores: gentuza trabucaire que se rasga las vestiduras cada vez que surge una sospecha o una denuncia. Tipos que cuando hablan de justicia se refieren a montar la pira en cualquier esquina, linchar preventivamente, aplicar la guillotina. Un país de tertulianos feroces e indocumentados dispuestos a liarla parda en cualquier barra, que viven de pedir responsabilidades por lo que hacen y no hacen los demás, un país de relamidos que se escandalizan por las pajas ajenas, pero jamás ve las vigas propias. Un país de torquemadas, ajustacuentas, jueces de la horca, twitteros compulsivos, creadores de bulos, infamias y mentiras. Un país de gente sedienta de cárcel, cadalso y sangre.

Pero somos -sobre todo- un país de ladrones que han saqueado impunemente durante décadas los recursos públicos, amasando privilegios de oro macizo sobre la miseria de los más, un país de empresarios ventajistas más pendientes de la subvención o la concesión que de la clientela o el producto, un país de presidentes que venden sus buenos oficios a dictadores que fabrican autoatentados para encarcelar después a sus enemigos, un país de empresas que alquilan políticos a tanto la pieza, de puertas giratorias y poses egipcias, un país de gürtels y bárcenas, de EREs y fernándezvillas, de Noos y palmaarenas, de pujoles y pokemons, de filesas y salmones, de tarjetas black y operaciones púnicas, de papeles de Panamá y de escándalos de para ná.

Y también somos un país de pícaros sacados del Lazarillo, gente que hace trampa siempre que puede y presume de ello, que roba la propina que acaba de poner sobre la mesa, de talleres que no emiten factura, taxistas que van por el camino más largo, funcionarios que ponen la huella y luego salen a desayunar durante dos horas, comerciantes que venden productos caducados o ropa de los chinos como si fuera de boutique, gente que se cuela en las colas, conduce bebida, pide recomendaciones en todas partes y considera meritorio engañar a Hacienda. Un país donde hay médicos públicos que despachan a sus enfermos con recetas de Orfidal o bajas, o les rebotan a sus consultas privadas, un país de farmacéuticos capone que revenden genéricos a Europa, de profesores que mercadean matrículas de honor a cambio de un rato de juerga privada, y de alumnos que aceptan máster regalados diciendo "yo sólo hice lo que el profesor me pidió". Y un país -es lo que hay- de jueces que se lavan las manos para evitar meterse en líos. Un país que da grima, el nuestro.