Según una de las acepciones del diccionario, el deporte es "actividad física, ejercida como juego o competición, cuya práctica supone entrenamiento y sujeción a normas". Resulta difícil encajar al ajedrez -por ejemplo- como un deporte de acuerdo con esa definición, porque el ajedrez no es una actividad física, aunque ejercita la parte más importante de nuestro cuerpo, el cerebro, y además requiere de aptitudes físicas, resistencia al cansancio y al estrés, capacidad de aguante y de concentración. Pero aunque el Comité Olímpico y más de cien países del mundo reconozcan al ajedrez como deporte, para encajarlo como tal en el diccionario hay que recurrir a la segunda acepción de la RAE: "recreación, pasatiempo, placer, diversión o ejercicio físico", definición en la que caben el ajedrez, pero también el parchís, el billar, los juegos de rol y los juegos de ordenador.

Pero no seamos tramposos. Lo que hace que el ajedrez sea considerado un deporte, es su aspecto competitivo, y la extraordinaria capacidad de despertar pasiones en un público masivo, sobre todo en algunos países. El espectáculo que representa un mundial de ajedrez es un extraordinario negocio, como lo es el fútbol. Y con los llamados deportes electrónicos ocurre algo muy parecido.

El cierto que el mismo concepto es discutible, pero no puede negarse que algunos juegos de ordenador, la escasa decena que se juega en grandes competiciones -League of Legends, StarCraft, Dota, FIFA, Call of Duty, Street Fighter y algunos más- son capaces de arrastrar a un público -generalmente de gente de menos de cuarenta años- que llenan hasta la bandera los estadios. Las retransmisiones televisadas de estos torneos son seguidas en todo el mundo por millones de personas, y son centenares de millones los jóvenes que compiten con otros en red desde sus consolas. La cuestión que define hoy el deporte de masas -su carácter vicario y competitivo y el extraordinario rendimiento de su monetización como espectáculo- acercan ya el seguimiento de los deportes electrónicos al de los deportes más populares. Y no creo que nadie discuta la necesidad de una concentración y reflejos similar al de otros deportes, como el tiro, o una capacidad mental equiparable a la del ajedrez en los juegos de estrategia, que tanto deben, por cierto, al propio ajedrez.

¿Por qué entonces el rechazo a su incorporación como práctica deportiva? Básicamente porque persiste entre la mayoría de los adultos -y con razón- la idea de que la dependencia al ordenador y a internet se ha convertido en una plaga dañina para la juventud, que empuja en dirección al sedentarismo, la abulia social y una forma singular de narcosis adictiva. Todo eso es cierto: muchos jóvenes han sustituido las saludables satisfacciones que producen el ejercicio y la socialización por el chute instantáneo de adrenalina que aportan los juegos electrónicos. La mayor parte de los padres y educadores consideramos a los ordenadores culpables de la apatía nihilista que hoy define a los adolescentes. Pero es errar el tiro: la principal responsabilidad es de los padres que sustituimos el chupete por la Nintendo y el diálogo con nuestros hijos por la Play. También de escuelas que permanecen ajenas al cambio de hábitos, y de profesores que desprecian por sistema lo que los jóvenes aprecian.

Por eso, la iniciativa de incorporar los e-sports a las actividades extraescolares debe ser vigilada con tiento. Si el objetivo es que los escolares aprendan el valor deportivo de la competición y desarrollen hábitos más saludables, bienvenida sea. Si sólo se trata de dedicar dinero público a favorecer el espectáculo y el negocio, nos lo podríamos ahorrar. Habrá que ver los resultados y hacer balance?