El sociólogo Francesco Alberoni define como petrificación el estado en el que entran las personas que pierden a alguien que quieren. Alberoni se refiere a la pérdida amorosa, a la ruptura o el abandono, pero podría referirse igualmente al duelo que sentimos ante la muerte de un familiar, o al efecto perverso que el paso del tiempo nos provoca cuando sentimos como se consume lo que más amamos en este mundo, que es nuestra propia vida. Por eso, hay que ser de una pasta muy especial parar evitar que el avanzar en dirección a la vejez nos petrifique. Lo normal es que esa petrificación nos sitúe en la atalaya del inmovilismo, del rechazo a los cambios, o directamente nos convierta en propagandistas del apocalipsis. Ahora que tengo la edad que tenía mi padre cuando me di por primera vez cuenta de que era un viejo, recuerdo con frecuencia su tendencia a considerar que el mundo avanzaba hacia el colapso y la destrucción. Ahora soy yo el que cada vez más teorizó sobre el futuro y sus desgracias. David Trueba, en su muy recomendable microensayo "La tiranía sin tiranos" explica que "el discurso apocalíptico suele caracterizar a las personas que biológicamente se acercan a la extinción. Pretenden hacernos creer que su decrepitud es la decrepitud del mundo". Pocas veces me he sentido más reconocido en un diagnóstico.

Porque el paso de los años nos vuelve conservadores, no necesariamente en lo ideológico, pero sí en relación con nuestras apuestas vitales. Nos conduce también a creer que nada debe cambiar, que nada puede cambiar. Miramos hacia atrás, en dirección a nuestro propio recorrido con la percepción de que el mundo que dejamos era más ordenado, más comprensible, incluso mejor. Tememos el aluvión que pueda sepultar nuestras convicciones o costumbres?

Volviendo a mi padre, él se crió en un pueblo donde la luz eléctrica y el agua corriente sólo llegaban a algunas casas de gente con posibles, y escuchó a su abuela contar como estrenó el primer retrete con cisterna, traído directamente de la Exposición Universal de Barcelona en un carro que recorrió todo el litoral mediterráneo hasta su pueblo murciano. Siendo yo mismo un niño, en la finca de mi propia abuela se seguía usando un teléfono de manivela, y con nueve años vi llegar a mi casa en Madrid la tele Marconi que transformaría primero nuestras sobremesas y después nuestras vidas. Nunca pensé que los cambios tecnológicos, sociales o políticos, fueran a derrumbar el mundo. Ni siquiera cuando las grietas de la Transición (ese mínimo ajuste teórico que nos venden ahora quienes no contaron los muertos de Vitoria o Atocha) destruyó las certezas de media España. En fin, que sí, que cuando era joven cabalgaba alegremente los cambios como ahora los temo.

Y a veces, contagio ese miedo paralizante -camuflado bajo una capa de suficiencia experimentada- a las personas jóvenes con las que trato. Es algo inconsciente, pero perverso: porque el oficio de ser joven consiste en cambiar el decorado, dejándose la piel en ello. Hace años que desperdigo mis consejos petrificados entre jóvenes muy jóvenes y no tanto, queriendo advertirles de que los cambios son casi siempre cosmética y cartón, y que no merece la pena dejarse la piel en ello.

¿No? En realidad, poder gastarse la vida en el inútil esfuerzo de cambiar el mundo es lo que realmente merece la pena de estar vivo. Todo lo demás es vivir atrapado por el miedo.